Este lunes se emite en el Reino Unido un programa de investigación cuyas consecuencias pueden ser bastante dañinas para la realeza inglesa. En él, según se avanzó el pasado domingo, el príncipe Michael de Kent se ofrece a prestar sus servicios para poner en contacto a unos falsos empresarios con el Kremlin basándose en su estatus como miembro de la realeza. No es el primer escándalo que protagoniza el príncipe de 78 años, primo carnal de la reina.
Y eso que, en teoría, Michael de Kent y su esposa, Marina Christina de Reibnitz, princesa Michael de Kent, no son miembros de la realeza en activo. El veterano príncipe nunca figura en las circulares de la agenda real, aunque se calcula que participaba en un par de cientos de actos al año en los que lucía su título de alteza real. Oficialmente, ha participado en actos de la Commonwealth, alojándose en ocasiones en embajadas inglesas y con la seguridad pagada por el contribuyente británico.
Bueno, quien dice la seguridad dice la casa: en 2002, la Cámara de los Comunes, convencida de que algo olía a podrido en los apartamentos del palacio de Kensington, descubrió que príncipe y princesa de Kent pagaban por vivir en palacio menos de lo que ningún londinense haya pagado jamás por una casa: 69 libras de alquiler a la semana. O sea, unos 320 euros por entonces que, incluso con inflación hoy serían unos 430 euros. Buckingham se defendió diciendo que la reina quería mucho a su primo y compensaba de su propio bolsillo lo que faltaba hasta completar los 150.000 euros que realmente costaba ese alquiler.
De esa afirmación al menos no hay duda en una cosa: la reina quiere mucho a su primo. No sólo porque fuese un adorable niño paje de cinco años en la boda de Isabel y Felipe Edimburgo (Michael de Kent nació el 4 de julio de 1942, el mismo día que la aviación estadounidense empezó a bombardear las posiciones alemanas en Europa). Sino porque Michael de Kent es una de las pocas personas que ha perdido los derechos dinásticos por amor y luego los ha recuperado.
Pero no adelantemos acontecimientos, porque eso sucedió en 1978 y en 2013, respectivamente. Antes de eso, Michael de Kent se crio como un miembro más de la realeza de segunda fila. Uno que de estudiante descubrió que tenía especial afinidad por los idiomas, en concreto por el de una rama de su familia: el ruso. Los Windsor tenían familia entre los Romanov, hasta el punto de que el ADN de Michael de Kent fue uno de los que se usó para identificar los restos de la familia imperial rusa depuesta por el ascenso comunista.
De ahí que actualmente participe en 16 fundaciones distintas (incluida la suya) dedicadas a promover todo lo ruso, sea miembro de varias organizaciones comerciales para acercar Rusia e Inglaterra y fuese galardonado por el Kremlin con la Orden de la Amistad (la versión no soviética de una medalla soviética para los extranjeros que se portasen especialmente bien con el país caucásico). Aunque también se demostrase en 2012 que algún que otro exiliado ruso, como Boris Berezovski, le pagase más de 600.000 euros a través de un entramado de empresas opacas. Una "asistencia financiera (…) entre amigos", se defendería el oligarca cuando el Sunday Times descubrió el pastel (el mismo periódico que ha destapado el nuevo escándalo que une a Kent y a Kremlin).
Por el camino en esta senda de conexiones rusas (y en general con unos cuantos países de la antigua esfera de influencia soviética), Michael de Kent se enamoró. De una noble alemana, que para entonces, en los años setenta, ya no era un problema que sumar a los tres que aún quedaban: ella estaba divorciada, ella era católica y el divorcio sólo era legal, no eclesiástico. La reina no se lo tomó bien, pero Michael de Kent estaba dispuesto a todo por amor a su futura princesa Michael de Kent, dueña de joyas y de guepardos, y que desde 1978 ha aportado generosas dosis de polémica a los titulares sobre la realeza británica. Así que el de Kent perdió los papeles: en concreto, los que reconocían su puesto en la línea de sucesión al trono, que por entonces era más o menos el 15º.
La boda se celebró en Viena y fue civil, pese a que la Reibniz había conseguido una nulidad en el último momento. Sin embargo, el papa Pablo VI les dijo que nanay a lo de casarse por la iglesia porque ambos habían declarado públicamente que la boda sería católica, pero los hijos anglicanos (algo que Roma ve fatal). Años más tarde, Juan Pablo II les concedería la dispensa necesaria. Pero mientras, aquella se convirtió en la primera boda civil de un royal desde… Bueno, desde la abdicación de Eduardo para casarse con Wallis Wimpson. Eso sí, para el baile la princesa lució una tiara apabullante, que había pertenecido a Marina de Grecia, madre de Michael y duquesa de Kent: la City of London, regalo de banqueros y empresarios.
Pero el tiempo y la ley todo lo curan, y en 2013, la nueva ley de sucesiones, destinada a poner al día las órdenes del siglo XVIII a la hora de regular el complicado árbol dinástico de la realeza británica, se aplicó con efecto retroactivo a los Kent. Así que ahora su alteza real, el príncipe Michael, duque de Kent, es más o menos el número 50 en la línea de sucesión al trono. El primo pequeño que sigue estirando el cariño de la reina, titular a titular.
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