Los tristísimos veranos de Diana de Gales

Los veranos de la princesa de Gales marcaron su vida, incluso su muerte, como un reloj. Eso sí, el reloj de un cuento de brujas que señala los minutos que faltaban para la catástrofe. Diana Frances Spencer nació en verano, el 1 de julio de 1961, en Norfolk, Inglaterra. Se supone que esa debería haber sido una buena noticia, pero no lo fue tanto para su padre, Edward John Spencer, que esperaba un varón. Después de concebir dos chicas (y un niño que murió al poco de nacer) , el deseo de Spencer era tan fervoroso que ni siquiera había pensado un nombre femenino.

Diana creció atormentada por la culpa de no ser lo que sus padres deseaban. Y su madre se sometió a agotadoras pruebas médicas para encontrar la causa de su “problema”. Cuando los Spencer tuvieron un niño, ya era tarde. En otro verano, el de 1966, la madre de Diana conoció a un caballero que se convertiría en su amante. El verano siguiente se divorció.

Con los años, el padre de Diana empezaría a salir con Raine Legge, condesa de Dartmouth, mujer atractiva –y casada– a la que los niños Spencer detestaban. El conde se casó con ella, pero no invitó a la boda a sus hijos. Ni siquiera les informó. Se enteraron por el periódico. La ceremonia se celebró en 1976, por supuesto en verano. Los británicos son muy rigurosos en cuanto a fechas y temporadas para la caza o las festividades. Y desde el principio, los veranos de Lady Di fueron la estación oficial de los desastres.

La desgracia más notable en la vida de Diana se llamó Carlos. Y, cómo no, empezó otro verano. En realidad, al príncipe de Gales le gustaba la hermana de Diana, Sarah. Salieron juntos una temporada, pero su falta de iniciativa sexual siempre molestó a la joven. Y a él tampoco le agradaba la soltura con que ella se despachaba en la prensa. En una entrevista con Woman’s Own, Sarah confesó un problema con el alcohol y una expulsión del colegio. Admitió que era anoréxica y muy aficionada a los muchachos. Acusó al príncipe de ser bastante lento en el cortejo. Describió su relación con él como “de hermanos”. Y anunció que, si él la pedía en matrimonio, ella se negaría. De hecho, después de semejante entrevista, esa no era una posibilidad.

En julio de 1980, Carlos y Diana coincidieron en casa de un amigo común. Ella le habló de la tristeza que percibía en él. Él, conmovido, trató de besarla. Con cierta brusquedad, según sus biógrafos. Diana no aceptó el intempestivo beso ni la subsiguiente invitación para regresar juntos a Londres. Pero no pudo negarse a una semana navegando en el yate real. Como ella era virgen, y él ya estaba enamorado de Camilla Parker Bowles, el resto del verano estuvo salpicado de castos e inocentes jueguecillos. Al fin, en septiembre, el príncipe invitó a Diana a Balmoral, la residencia de descanso de los Windsor en Escocia. Era la hora del examen de la familia real, una rigurosa prueba que, lamentablemente, Diana aprobaría.

El 29 de julio de 1981, a las 5:00 AM, Diana Spencer despertó en Clarence House, la residencia londinense de la reina madre de Inglaterra. Había vomitado toda la noche y se sentía “como un cordero entrando al matadero”. Estaba lista para convertirse en princesa de Gales.

Horas después, cuando salió a bordo de una carroza del brazo de su padre, llevaba un vestido de novia de seda vaporosa, un lazo bordado con perlas y un velo de nueve metros de longitud. Con su aspecto de pureza quinceañera y su inquebrantable fe en el reino, Diana era perfecta para el papel.

3.500 invitados acudieron a la catedral de St. Paul. La inexpresiva reina Isabel logró sonreír, quizá por única vez, con ternura. Pero la verdadera euforia esperaba a los novios fuera del templo. Dos millones de asistentes siguieron por las calles a la carroza de los recién casados. El dispositivo de seguridad contaba con 5.000 policías. Para que nada afeara el momento, los caballos de la escolta habían recibido un alimento especial que los hacía defecar heces del mismo color que el asfalto. Las 750 millones de telespectadores que siguieron el evento no vieron ningún excremento. Solo la luminosa felicidad de la nueva princesa.

Más adelante, Diana le confesaría al periodista Andrew Morton: “Estaba tan enamorada de mi marido que apenas podía dejar de mirarlo. Me creía la chica más afortunada del mundo”. Pero lo cierto es que Carlos no era un gran apoyo. Ni él ni ningún otro miembro de la familia real habían tenido un gesto de atención ante la desmedida presión mediática que sufría Diana y que estaba desquiciando sus nervios. Para los Windsor, era parte de su nuevo trabajo. Ya se acostumbraría.

Resultó que Diana lo hacía mucho mejor que ellos. Era dueña de un carisma natural. A pesar de su pánico durante la boda, supo mantener el tipo en todo momento. Y a partir de ese día, su popularidad sería siempre mucho mayor que la de su soso y distante marido. Pero nadie se lo reconocía. Nadie en su nuevo entorno era capaz siquiera de tener una relación cálida con ella. Y Carlos menos que nadie.

La noche de bodas no sirvió para mejorar las cosas. Sobre la chimenea de su dormitorio —el mismo en el que la reina había pasado su noche de bodas— colgaba una pintura francesa del siglo XVIII con una leyenda descorazonadora: “Consideración, ternura, cariño, todo termina en este día. Pronto Hymen huirá llevándose el amor y la alegría”. Hymen es el dios griego del matrimonio. En castellano resulta un nombre muy apropiado para describir la situación de aquella noche que, con el tiempo, la propia Diana contaría así: “Yo había leído todo aquello sobre el arrebato de la pasión y la tierra temblando, pero no fue así. Apenas duró un instante. Me quedé ahí, pensando: ‘¿Era eso? ¿De eso se trataba aquello de lo que todo el mundo habla? Adentro, afuera y a dormir…”. En defensa de Carlos, cabe señalar que tampoco quedó muy impresionado por las habilidades de su consorte. La inexperiencia y la bulimia no producen grandes amantes.

Aún les quedaba la luna de miel. Diana albergaba la esperanza de que un paseo por el Mediterráneo a bordo del yate real Britannia relajaría los ánimos. Pero a bordo de aquel barco la espontaneidad era indeseable y la intimidad, imposible. Las cubiertas de teca del Britannia eran majestuosas y la pasarela real jamás superaba los 12 grados de inclinación. La plata siempre estaba pulida y las flores, frescas. Aunque contaba con casi trescientos tripulantes, las labores del personal alrededor de la pareja real se debían realizar en silencio sepulcral y antes de la ocho de la mañana. Llevaban suelas especiales para no hacer ruido al andar y, de toparse con un miembro de la pareja, debían ponerse firmes y mirar al frente hasta que pasaran. “Relajante” no es la palabra. Además, el viaje puso de relieve lo diferentes, acaso incompatibles, que eran los príncipes de Gales. Carlos se pasaba el día leyendo libros del filósofo y amigo sir Laurens van der Post, que sería después padrino del príncipe Guillermo. Su idea de la diversión en cada almuerzo era analizarlos uno a uno

La princesa, en cambio, bajaba a divertirse con los marineros, tocando el piano o charlando. Ella quería vacaciones de la vida pública, pero cada vez que paraban en un lugar, eran recibidos con honores de estado. Diana exigía abiertas manifestaciones de cariño. Carlos estaba incapacitado para darlas. Y lo del sexo, según aseguró ella misma a su biógrafo, tampoco se arregló.

Durante ese viaje, la princesa continuó vomitando. Y llorando a escondidas. Y llevándose sorpresas desagradables, como la foto de Camilla Parker Bowles que se deslizó del diario de su esposo. O la peor de todas: los gemelos, que Carlos llevaba puestos durante una recepción, que representaban dos letras C amorosamente entrelazadas. Habían sido un desafiante regalo de su amante.

Desilusión en Marivent

La pesadilla veraniega de Lady Di tenía un escenario glorioso: Balmoral. Adquirido por la reina Victoria a mediados del siglo XIX, el castillo de Balmoral está situado en medio del imponente paisaje de las Highlands escocesas, y sus jardines son objeto de admiración en todo el mundo. Al principio, Diana lo consideraba su lugar favorito. Pero no conocía bien a su familia política.

Según Martin Gitlin, biógrafo de la princesa, la familia real tenía normas rigurosas: era obligatorio asistir a todas las comidas para escuchar conversaciones aburridas sobre gente muerta y canciones antiguas. Después, los caballeros se encerraban a fumar y las damas desaparecían de su vista. Para escándalo general, Diana no andaba sobrada de modales reales. Ni siquiera había crecido en una familia que se reuniera cada tarde para cenar. Sus ausencias en la mesa fueron interpretadas como un desplante, y amargaron mucho su relación con la reina.

El contraste entre su miserable vida privada y su esplendorosa vida pública convirtió a Lady Di en la primera profesional de la imagen personal. Ejemplo de su talento son las fotos de sus veranos españoles junto a los Borbón, en el palacio mallorquín de Marivent. Se suele creer que Diana escogió pasar las vacaciones en España para escapar del aburrimiento de Balmoral. Al contrario, la idea fue de Carlos, por su aprecio al rey de España. Y fue una mala idea. El verano de 1986 se convirtió en el velatorio de su relación.

Nada más llegar a la isla, el 7 de agosto, Diana y Carlos, junto a sus dos hijos, se embarcaron en el Fortuna, yate de la Corona española, para seguir la Copa del Rey de vela. Y ese domingo, para aplacar a los periodistas que se amontonaban a su paso, don Juan Carlos organizó una sesión de fotos en Marivent. De esas escapadas provienen las instantáneas que documentan el viaje. Muestran a una Diana radiante que disfruta del mar junto a su familia. La verdad es que ella y Carlos llevaron agendas separadas: él pintaba acuarelas en Valldemossa mientras ella tomaba el sol en las playas del sur. En algunas fotos, el rey Juan Carlos parece observar embelesado a una coqueta princesa de Gales.

Llegaron a correr rumores sobre un affaire entre ambos. Una biografía de Lady Di firmada por Lady Colin Campbell destacaba que, en Mallorca, la princesa convirtió a don Juan Carlos en su confidente. Otra biografía, la de José Martí Gómez, afirma que en Marivent descubrió “la libertad”, e incluso quiso comprar una casa en la isla.

En realidad, según el periodista Andrew Morton, amigo de Diana y autor de una larguísima entrevista convertida en biografía, ella no soportaba a don Juan Carlos, a quien consideraba demasiado playboy para su gusto. “El primer viaje a Mallorca —le contó Diana— lo pasé entero con la cabeza en el water. Lo detesté. Todos estaban obesionados con que Carlos era la criatura más maravillosa del mundo. ¿Y quién es la chica que viene con él? Yo sabía que llevaba dentro algo que no les dejaba ver, y que no sabía usar, no sabía enseñarles. Me sentí incomodísima”.

La adoración de Carlos por su madre los separó aún más. Diana siempre se sintió postergada por su esposo en favor de Isabel II. E incluso en la distancia continuaba siendo así. Cinco días después de su llegada, el diario El País se extrañaba por el repentino regreso de Carlos a Inglaterra. El periódico sospechaba que se debía a un examen médico de la reina, aunque admitía que la señora se encontraba perfectamente. A continuación, la noticia señalaba que, de todos modos, Diana y sus hijos permanecerían en Marivent. El titular rezaba: “Lady Di, enamorada de Mallorca”. Se equivocaba. La princesa no se quedaba por amor, sino todo lo contrario.

El año siguiente, Diana había dado un paso más en la separación entre su vida privada y la pública. Mientras continuaba cumpliendo sus funciones frente a las cámaras, su relación íntima con el capitán de caballería James Hewitt se hacía cada vez más profunda y difícil de esconder. Las vacaciones volvieron a ser en Mallorca, y volvieron a ser tirantes. Pero, esta vez, Diana estaba resuelta a encontrar una solución. En Marivent citó a su jefe de seguridad, Ken Wharfe, y le notificó oficialmente que tenía un amante, para que tomase las debidas precauciones. Más allá de su lealtad a la corona, Wharfe comprendió la situación. Lo consideró “un polvo de protesta”.

España aún marcaría un hito más en la relación entre Diana y los medios. En 1994, el fotógrafo Diego Arrabal consiguió fotografiarla en top less en un hotel de Málaga. Una publicación española pagó 1,2 millones de euros por esas fotos. Pero nunca las publicó. Según el fotógrafo, la revista las canjeó a cambio del apoyo de Diana a su edición inglesa. Fue la máxima expresión de poder de Diana, cuando con una llamada fue capaz de hacer tirar a la basura más de un millón de euros. Un poder tan peligroso que terminaría por costarle la vida.

En Brazos del ‘Playboy’

Dodi Al Fayed se parecía a Carlos, al menos en su relación paterno-filial. Según destaca Tina Brown en su libro ‘The Diana Chronicles’, al igual que el príncipe, Dodi era un niño mimado, criado por un padre ausente y millonario que complacía todos sus caprichos, pero no todas sus necesidades emocionales. Fue el duque de Edimburgo quien casi ordenó a Carlos que cortejase a una joven Diana. Y fue el comerciante egipcio Mohamed Al Fayed quien, 16 años después, lo hizo con su hijo.

La diferencia estaba en quiénes eran esos padres. El duque de Edimburgo tenía sangre azul por la dinastía de Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glücksburg. El cuento de hadas era una obligación impuesta por siglos de tradición. En cambio, Mohamed era un arribista en el sentido clásico. Obsesionado con la realeza, se abría paso hacia ella a golpe de chequera. Había comprado la tienda de los aristócratas, Harrod’s, el hotel de los aristócratas, el Ritz de París, y lo más extravagante, la residencia del Bois de Boulogne que habían ocupado Wallis Simpson y Eduardo VIII, el rey que abdicó por amor. Para Al Fayed, el cuento de hadas era otra exclusiva mercancía. Él era la versión McDonalds del duque de Edimburgo. Para Diana, el verano de 1997 fue un remake (de menos presupuesto) de su superproducción de 1981.

Dodi Al Fayed, excocainómano, jet setter a tiempo completo y party animal por vocación, estaba listo para casarse con la modelo Kelly Fisher. Tan listo que le había comprado un anillo de zafiros y diamantes de 118.000 libras cuando las libras valían el doble que los dólares y los euros no existían. Tan listo que tenían fecha de boda el 9 de agosto. Pero tan sólo un mes antes, un meteorito escindido del planeta Windsor se estrelló contra sus planes.

El 14 de julio, siempre según Tina Brown, Mohamed convocó a su hijo a reunirse con él en París. Había invitado a Lady Di a pasar unos días de descanso en su yate, el Jonikal. Con sus 63,5 metros de eslora, era uno de los más largos del mundo. Mohamed acababa de comprarlo y ahora correspondía a Dodi seducir a Diana y amortizarlo. En cuanto a su novia, Kelly Fisher… Bueno, ¿quién cuernos era Kelly Fisher?

En un principio, Diana aceptó la invitación por falta de opciones. El verano se extendía ante ella como un desierto. Según el acuerdo de custodia, sus hijos pasaban las vacaciones en Balmoral con su familia paterna, el último lugar donde ella quería alojarse. Su amante de los últimos dos años, el cirujano pakistaní Hasnat Kahn, acababa de dejar claro que no pensaba hacer pública su relación. Diana no tenía con quién estar. Y quedarse en casa era imposible, porque su casa era el Palacio de Kensington. La había redecorado tras su divorcio y, según el biógrafo Martin Gitlin, se respiraba una atmósfera más alegre, con flores y música clásica. Las pinturas y ornamentos militares habían sido reemplazados por paisajes, y las mucamas y el mayordomo recibían a los visitantes con menos solemnidad. Aún así, estaba lleno de recuerdos y vacío de amigos.

Tampoco había mucha gente dispuesta a invitarla a su casa. No llegaba sola, sino con la estela de un ejército de paparazzi. Y por miedo a ser espiada, ella prescindía de cualquier escolta real. Por lo tanto, sus anfitriones debían contratar una guardia de seguridad contra los teleobjetivos, protegiendo las ventanas, los basureros, a los vecinos y a los parientes. Por rico que uno sea, es demasiado. Al Fayed y su hijo —con dispositivos de seguridad a la altura de jefes de Estado—eran de los pocos que podían hacer frente a la situación. Y dado que Lady Di encarnaba su sueño aristocrático, estaban dispuestos a disfrutar de ella.

Pero en los primeros días del paseo, Dodi se convirtió en algo más. No un amigo ni un novio. Una venganza. Camilla Parker Bowles cumple años el 17 de julio y ese año Carlos lo celebró tan públicamente como era posible, precisamente en Highgrove, Gloucestershire, su antiguo hogar familiar. La fiesta era un símbolo de la victoria de su archienemiga. Diana estaba dolida. Dodi, por su parte, era atento, no escatimaba en detalles caros y, sobre todo, resultaba lo suficientemente egipcio, plebeyo y advenedizo como para irritar de verdad a los Windsor. La Lady Di que subió al Jonikal se parecía a la del yate Britannia, pero la inocencia había desaparecido: ahora era la mujer más famosa del mundo, y sabía utilizar los recursos de la prensa. Se aseguró de que le realizasen varias fotos a bordo del barco, acompañada por un Dodi de torso desnudo. Cuando aparecieron en la prensa, llamó personalmente al fotógrafo, no para quejarse por la invasión de su intimidad, sino para preguntar por qué habían quedado borrosas.

El egipcio, por su parte, compartía con ella cierto sentido escénico de la situación. El último día de su vida, durante una de sus huidas de los paparazzi, llevó a la princesa a la residencia del Bois de Boulogne, la de Wallis Simpson y Eduardo VIII. Aquel monumento a la lucha entre el amor y las obligaciones reales resultaba, dadas las circunstancias, el refugio más retorcido. Dodi y Diana tenían un objetivo común: los dos querían que el mundo los viera.

La última noche, la pareja hizo una verdadera gira. Del Ritz al apartamento de Dodi. De ahí a un bistrot, con inesperado cambio de ruta de vuelta al Ritz. Del restaurante del hotel a la suite imperial. Regreso al apartamento. Siempre seguidos por una nube de fotógrafos en ruidosas motocicletas. Los guardaespaldas estaban enloquecidos ¿Por qué no cenaron en casa? ¿O en el hotel, que era de Dodi? Porque las cámaras no eran un estorbo. Eran el objetivo.

Semanas antes, Diana había preparado las instantáneas del yate para lastimar a Carlos y Camillia. Ahora, Dodi tenía preparada toda una sesión de fotos. Había contratado a un publicista e iba filtrando sus paradas para que la prensa pudiese seguirlos. En su cultura familiar, esas imágenes eran tan valiosas como el propio Ritz. O como la casa en el Bois de Boulogne. Al final, su única utilidad fue defender una teoría de la conspiración: la familia Al Fayed siempre ha sostenido que su hijo y la princesa fueron asesinados porque la familia real no podía permitir que se casase con un egipcio.

Hoy en día, en Harrod’s, donde una copa de vino cuesta 17 euros, un altar recuerda a la pareja. Velas, champán y una fuente constituyen el homenaje, junto al supuesto anillo de bodas que Dodi compró para Diana. Pero no resulta verosímil que ese anillo fuese de compromiso: costó 110.000 libras menos que el que Dodi había comprado para Kelly Fisher ¿Y quién cuernos era Kelly Fisher?

*Reportaje originalmente publicado en el número 48 de Vanity Fair

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