Digan lo que digan, nada es normal en esta “nueva normalidad”. Sin meternos en honduras sanitarias ni económicas, incluso en los espacios más frívolos del entretenimiento, se respira el aire denso de la incertidumbre. Por no quedar,como demostraron los Emmy, no quedan en pie ni las alfombras rojas, y no precisamente por falta de estrellas ni mascarillas. Lo constatamos en el pasado Festival de Venecia: Cate Blanchett, presidenta del jurado y atracción asegurada en cualquier red carpet, repitió look en prácticamente todas sus apariciones. En casa nos está pasando lo mismo con Letizia: en sus últimas apariciones, incluida la inauguración de la nueva temporada en el Teatro Real, ha repetido vestido. ¿Por qué nos privan nuestras adoradas famosas del placer visual de contemplar lo último en moda?
En nuestra Reina, ni cabe duda de que este giro en su armario es absolutamente estratégico: en estos complicados momentos, no cabe lugar más que para la sobriedad. Nadie entendería la ostentación en pleno rebrote de la pandemia. Esta decisión, atinada y sensible, debemos conectarla con otra bastante más incomprendida: la de dejar ver, cada vez más claramente, sus canas. De alguna manera, Letizia aprovecha el más mínimo resquicio que le deja el protocolo para presentarse como algo más que la perfecta consorte, una acompañante siempre sonriente e impecablemente vestida, maquillada y peinada. En estas mínimas interrupciones de lo habitual nos permite escuchar su voz, aunque tenga que ser a través de su relación con la moda.
Manejar los códigos de la ropa fue una de las estrategias de comunicación más exitosas de Michelle Obama, una primera dama que dijo, y mucho, a través de su selección de marcas, especialmente J. Crew, muy popular entonces entre las clases medias. Pero la interpretación de los símbolos también puede dar lugar a equívocos. ¿Es casualidad que Melania Trump se presentara con un look militar de Alexander McQueen en la convención republicana del pasado agosto? Sus críticos piensan que no: la retórica bélica también apareció en su discurso. Pero hubo un descalabro mayor, como aquella vez que la Primera Dama estadounidense llevó una parka de Zara con la leyenda “La verdad es que no me importa, ¿y a ti?” en una visita a un centro de detención infantil en Texas.
Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, también ha metido la pata recientemente con un estilismo que pretendía pasar un mensaje de solidaridad con Black Lives Matter: llevó en forma de bufanda un textil típico de Ghana que, sin embargo, se tradujo como una apropiación torpe de un símbolo ajeno. ¿Cuál es la moraleja de todo esto? Que o nos esforzamos porque el mensaje esté meridianamente claro o podemos vernos interpretados de una manera que no nos deje en buen lugar. En el caso de Letizia no hay vuelta de hoja: sencillamente no está para estrenos. Algo que ciertas comentaristas de moda o casa real no han recibido con demasiado entusiasmo. ¿Con qué mimbres van a construir sus discursos sobre la Reina si sus estilismos ya no son ninguna novedad?
Con este giro del armario de las royals, a poco que sea secundado por las famosas, queda desvelada uno de los anacronismos más consistentes de esta era post MeToo: la resistencia de espectáculos en los que figuras públicas que tienen mucho que decir, ya sea por su cargo y responsabilidad pública o por su labor creativa, se ven reducidas a perchas que pasean frente a los flashes.
Esta circunstancia fue denunciada en los Oscar de 2015 con la campaña #AskHerMore, en la que las actrices, lideradas por Reese Witherspoon, pedían a los periodistas que les preguntaran algo más que qué llevaban puesto. Si las royals comienzan a dejar la moda en segundo plano, será interesante ver cómo se transforma su presencia pública y los relatos que solemos leer sobre ellas. En vez de hablar sobre lo que llevan puesto o su peinado, las comentaristas reales tendrán que fijarse en otras cuestiones, como dónde acuden y por qué. Podría ser interesante.
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