· Carta del director · En sus zapatos

Tuve que dejar de ver Successiondespués de terminar la primera temporada. Sencillamente eran demasiado malos todos. El padre con los hijos, los hijos con el padre y los hermanos entre sí. No es que sea uno de esos negacionistas del dolor humano que pide entretenimiento luminoso porque quiera que el ocio nos evada para combatir este 2020 tan ocre: disfruto una peli iraní como el que más, pero la crueldad injustificada me genera más rechazo que los despedazamientos de una peli de casquería.

Para quien no haya visto la serie, narra la historia de un magnate de los medios de comunicación que se acerca a la jubilación y ha de poner a uno de sus herederos a los mandos de la empresa familiar. Kendall Roy, el mayor de los hijos, es pusilánime, inseguro, abusón y multiadicto. No parece una elección saludable. Tampoco lo son Siobhan, Roman, Connor ni el sobrino nieto Greg. Lo peculiar de esta ficción es que el patriarca, lejos de brindar a los que vienen las herramientas para que no tengan miedo y así evitar que se caigan —abecé de la crianza cabal—, les pone palos en las ruedas y bloquea sus progresos.

Frente a grandes empresas que conocemos bien y que han vivido relevos carnales como el Banco Santander, Mercadona o El Corte Inglés, Roy se nos pinta como un padre desnaturalizado. El know how familiar es algo que se mama desde la cuna. Quién no fue a visitar a sus padres al trabajo durante la infancia y adolescencia y se quedó prendado de su maestría. Sin ir más lejos, yo emprendí la carrera de Medicina antes de cambiar de vocación por la fascinación que me producía que mi padre pudiera restituir la salud de las personas. Era mi superhéroe.

Nadie me pudo reprochar que después de presenciar mi primer politraumatismo en el quirófano decidiera abandonar en busca de pastos —periodísticos— más verdes, pero, claro, no había foco mediático —ni presión extra— sobre mí. Seguro que muchos piensan lo fácil que resulta ser hijo de famoso, con todos esos talentos desfilando por el salón de tu casa, como me contó Sophie Auster —Tom Waits, Lou Reed o David Bowie eran habituales de villa Auster-Hustvedt— o explicaba la propia Carolina Adriana Herreraen nuestra entrevista de portada del mes pasado —“Cuando era adolescente, lo más normal del mundo era que llegase del colegio y Diana Vreeland, Robert Mapplethorpe, Mick Jagger, Jacqueline Kennedy o Andy Warhol anduviesen por casa”—. Se antoja el mejor LinkedIn del mundo. No solo por la maraña de contactos que propicia, también por la inspiración del ecosistema. Pocos reparan en la presión que supone elegir tu camino frente a la platea de curiosos —todos nosotros— que te verán crecer, como les ha sucedido a los vástagos de Julio Iglesias o de los Beckham. ¿Jugarán igual de bien al baloncesto los hijos de LeBron James?

Dos de los cuatro hijos del actor Martin Sheen se dedicaron también al mundo del cine con gran éxito en los ochenta. Y mientras el mayor de ellos, Emilio Estévez (1962), decidió conservar el apellido real de su padre (Ramón Antonio Gerardo Estévez), el mediano, Charlie (1965), adoptó el artístico. ¿Fue la vía fácil? ¿Eligió este último un trampolín que prorrogó su fama hasta nuestros días o —al revés— lo situó ante un espejo enorme? Orgullo frente a independencia. Y tan legítimas resultan una postura como la otra. De lo que no cabe duda es de que la trituradora de carne que es Hollywood se los habría llevado por delante de no ser porque eran dos artistas talentosos.

Si alguien sabe de dilapidar el patrimonio de una estirpe es Donald Trump, el self made man —según él— menos hecho a sí mismo de la cultura popular reciente, con seis bancarrotas a sus espaldas después de heredar el imperio familiar y unas informaciones del New York Times publicadas hace pocas semanas en las que se denunciaba que el líder republicano solamente había pagado 750 dólares de impuestos durante sus dos primeros años como presidente de Estados Unidos y había eludido el IRPF durante 10 de sus 15 últimos ejercicios por inflar sus pérdidas. ¿Cuánta culpa tendrá su genoma y, por tanto, su bastante desconocida madre, a la que tratamos de glosar en uno de los reportajes del presente número?

En las antípodas de esta antipatía nos encontramos a Manuela Sánchez, hija de Alejandro Sanz y de la modelo hispano-mexicana Jaydy Michel. Con la sesión de portada que la hace protagonista de unas fotos profesionales por primera vez, retomamos la tradición del Vanity Fair estadounidense primigenio, donde se presentaba a las “debutantes” de la alta sociedad. La entrevista con Manuela, al margen de revelar interesantes declaraciones sobre cómo ha sido criarse en una familia expuesta al escrutinio público, muestra a una joven con toda la vida por delante e interesada en diversos campos de la creación. Todos sabemos lo difícil que resulta siempre calzarse los zapatos de los padres, pero a entusiasmo no la gana nadie. Y ella lo tiene claro: el secreto es pisar muy fuerte.

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