Viernes Santo y, por segundo año, no saldrán las procesiones a las calles. Habrá quien, en el sur, le vuelva a cantar saetas a las tallas ausentes hoy desde las calles como el año pasado lo hacían desde las ventanas. Quien añore la silla plegable frente a la iglesia y el paso de pasos, de cuerpos y de fes. También a quien no le importe, que sienta tan ajena como caduca la celebración y la devoción. Pero incluso estos, probablemente, aunque no lo sepan, sentirán que falta algo, que existe un vacío que no saben identificar, una nada silenciosa e invisible que se extiende lentamente. Al mismo tiempo que seres sociales, o antes, fuimos seres rituales y eso lo llevamos dentro. Así crearon adeptos las religiones o mitos los samuráis.
La Semana Santa es un mundo que desaparece absorbido por otro de franquicias, plataformas y consumo rápido de vidas y días. Desaparece el rito que ésta implica como desaparecen, poco a poco, todas las ceremonias y rituales. No hay liturgia posible en las redes sociales. Esta exige tiempo. Requiere fe, y no tiene que ser religiosa. Hay quien encuentra esa liturgia en la Semana Santa, en la tauromaquia, en las bodas largas y aburridas, en los cambios de guardia frente al palacio, en el arte, en el flamenco o en la ceremonia del té. No importa dónde. En esencia todo es lo mismo. El detalle, el cuidado, la tradición, la lentitud. Todo lo contrario al día a día. Hoy los reyes y sus vástagos dan entrevistas en prime time o se autoexilian pero no visten corona ni armiño. Sin liturgia de reyes los reyes son sólo hombres.
Pero poseemos dentro la necesidad del rito. Por una estética que sobrevive y siga haciéndolo a globalizaciones y modas efímeras. Por un momento que nos abduce de calendarios y de prisas. Y por un hambre espiritual que aplaque fantasmas. Por encontrar la paz, o la calma, o creer encontrar respuestas. Por la belleza del tiempo detenido. Por eso que nos muestre que por mucho que se agite todo queda algo que permanece, nos sobrevive y nos une, en el sobrecogimiento, en la belleza o en ambos, poco importa, pero que nos une. Y no se trata de la Semana Santa ni de cantarle o llorarle a los cristos, sino de hacerlo a nosotros.
David López Canales es periodista freelance colaborador de Vanity Fair y autor del libro ‘El traficante’. Puedes seguir sus historias en su Instagram y en su Twitter.
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