Queremos la igualdad, eso lo tenemos claro. Y queremos que nos paguen lo mismo -o, ya puestos, más, que bastante hemos tragado-por hacer el mismo trabajo, faltaría más. Pero en nuestro empeño por reducir la brecha salarial para alcanzar la codiciada independencia financiera nos estamos olvidando de algo igual de importante: la educación.
Me explico. Aunque cueste creerlo, el bienestar financiero no es directamente proporcional a lo que uno gana ni al dinero que uno tiene. Y aunque yo también opino que todos deberíamos tener la vida de los Borromeo, la realidad es que el bienestar financiero, aquello de poder vivir sin apreturas ni grandes sobresaltos, depende mucho de nuestra sabiduría financiera (los entendidos lo llaman financial literacy que sería alfabetización financiera pero, para ahorrarnos el trabalenguas, lo vamos a llamar sabiduría). Cualquiera que se haya dedicado un poco a esto estará harto de ver gente rica sobre el papel metidos en líos de padre y muy señor nuestro mientras otros con recursos aparentemente modestos se organizan para vivir divinamente. En lo económico, como en todo, cantidad no es sinónimo de calidad. Por supuesto si la calidad viene con yate, isla privada y clones de Ryan Gosling para ponernos la sombrilla en el plant-based-gluten-free-calory-friendly-chai-latte, mejor que mejor.
En busca de la sabiduría financiera
Pero a lo que íbamos, después de devanarse mucho los sesos y estudiar el tema a fondo, los expertos han llegado a la conclusión de que lo que todos buscamos, el empoderamiento (que me perdone la RAE por utilizar este palabro del demonio) económico, es directamente proporcional al bienestar financiero y que este a su vez depende de la sabiduría financiera.
Para saber si una persona es sabia o no se miden tres cosas: los conocimientos sobre el tema (la teoría, saber lo que son el tipo de interés, la inflación, diversificación de riesgos y esas cosas), el comportamiento (la práctica, lo que gastamos, lo que ahorramos, etc.) y la actitud (si vamos un poco más allá y pensamos en el futuro, si tomamos decisiones informadas y si hacemos uso de todos los recursos a nuestro alcance entre otras cosas). Todos los estudios coinciden, además, en que tanto el comportamiento como la actitud financiera mejoran si mejoran los conocimientos sobre el tema.
Hasta aquí todo en orden. El problema viene cuando la OECD se pone manos a la obra para ver cómo está la población en esto de la sabiduría financiera y, después de evaluar a más de cincuenta mil personas en treinta países, les sale que da igual si un país es rico o pobre, más desarrollado o menos, las mujeres están sistemáticamente peor que los hombres.
Y más interesante todavía, no es que seamos más gastonas, ni que estemos genéticamente incapacitadas para el mundo de las grandes finanzas. Todo lo contrario, en la práctica y la actitud sacamos la misma nota que los hombres, lo que nos falta a las mujeres es la teoría, los conocimientos financieros básicos. Como sabemos menos sobre estos temas, nos estresan, tenemos menos confianza y no nos atrevemos a participar todo lo que deberíamos. Para más inri, no sabemos a quién preguntar porque no es un tema del que solamos hablar entre nosotras.
La falta de formación financiera
No está muy claro si esta brecha en el acceso a la información y formación financiera empieza en el colegio o un poco más tarde, pero está claro que, independientemente de otros factores económicos, sociales y culturales, las mujeres estamos peor formadas en temas financieros y que esto tiene un impacto negativo en nuestro bienestar, nuestro bolsillo y nuestro futuro.
La cosa no sería para tanto si no fuera porque las mujeres vivimos más, trabajamos menos años de media y, por razones de sobra conocidas, tenemos más altibajos e ingresos más erráticos a lo largo de nuestra carrera, sumado a más probabilidades de tener bocas que alimentar a nuestro cargo. Hablando en plata, tenemos que vivir más tiempo con menos dinero y más responsabilidades en un mundo en el que la economía depende cada vez más del sector financiero. Ahí es nada.
La buena noticia es que hay productos, prácticas y servicios que nos pueden ayudar a salvar esos escollos para vivir más tranquilas, pero para eso tenemos que conocerlos, saber evaluarlos y animarnos a utilizarlos.
Lo que necesitamos las mujeres del siglo XXI hoy más que nunca es SABER.
Y que nos paguen como nos merecemos, eso también.
Vía: ELLE ES
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