En 2012 Stephen Merritt, el cantante de The Magnetic Fields, acusó a los fans de Adele de racistas: “Tengo reservas de por qué le gusta a la gente”, declaró en una entrevista. “Tiene una voz bonita, pero me resulta sospechoso que guste la gente británica que tiene voz de negra americana. Suena como Anita Baker y la gente no se volvía loca con Anita Baker”.
No es una opinión aislada la que vincula el éxito de la cantante con el racismo. El pecado de Adele es ser blanca y tener influencias negras, algo que ella no solo no ha negado sino que ha contado desde el principio –según ella descubrir a Ella Fitzgerald y a Etta James en su adolescencia fue un despertar vital–. No es nuevo que se busquen chivos expiatorios de problemas globales, y a Adele le tocó por elegir un estilo de música que no le pertenece por el color de su piel en esa falsa disyuntiva que señala que si falta hueco para unos es porque otros lo usurpan –de lo de caber todos ni hablamos–.
En 2016 se acusó a Adele de apropiación cultural por llevar un vestido de Chloé con unos bordados inspirados en los de unos vestido de novia de Siwa, un oasis al oeste de Egipto.
En 2017 también se la tachó de racista cuando le dedicó uno de los Grammys que ganó a Beyoncé, contra la que competía. Reconoció que desde los tiempos de Destiny’s Child había sido una ferviente admiradora de la cantante y remató su discurso diciendo: “Te adoro, quiero que seas mi madre”. Hubo quien dijo que ese comentario de Adele era racista porque banalizaba el sufrimiento de muchas mujeres negras al haber criado a hijos que no eran suyos.
Con este historial, que la foto que subió Adele a su Instagram escandalizara entra dentro de lo previsible. La cantante, que está viviendo en Los Ángeles, decidió homenajear al carnaval de Notting Hill, cancelado por la covid. Para ello, y siguiendo la tradición de la fiesta, que celebra la cultura afrocaribeña británica, Adele se puso un biquini con la bandera de Jamaica y se llenó la cabeza de moños bantú.
Sabemos los problemas derivados del racismo a los que se enfrentan las mujeres negras por su pelo. Pero en lugar de afear esa discriminación, se ataca a alguien que lo luce a modo de homenaje, no se lo apropia, no se mofa de él, no lo ridiculiza. Nadie criticaría a Adele por hacerse una foto el día del Orgullo con un biquini con la bandera del arcoíris. Solo se la criticaría si se supiera que manifiestamente boicotea los derechos LGTB y se hiciera una foto para quedar bien. Pero ni siquiera es este el caso, Adele, como ha señalado el diputado laborista David Lammy, creció en Tottenham, uno de los barrios de Londres con más población negra, ese en el que de adolescente entró a una tienda de discos y descubrió a Etta James y a Ella Fitzgerald. Que lo haya tenido más fácil que sus homólogas con otro color de piel –lo cual, en este caso concreto no deja de ser una hipótesis imposible de comprobar– difícilmente legitima la crítica. Estaríamos defendiendo que alguien, solo por su color de piel, no debe lucir alguna prenda de ropa o algún peinado. Y eso tiene un nombre.
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