'On', un relato corto veraniego de Carla de La Lá

Como un búfalo perseguido por las hienas transpiraba y resoplaba hundido en el sofá, la camisa perfectamente abrochada y adherida a su dermis blandengue, mientras acariciaba el mando sin atreverse a presionar el encendido. Había dado sus primeros pasos impulsado por los arpegios de un piano y como cada julio, de cada uno de sus años de frustración, a punto de levantarse y estrangularla, repasaba mentalmente La muerte del cisne de Saint-Saëns en busca de unas gotas de refrescante alivio psicológico.

—¿No puedo llevar manga corta? —preguntó a su madre, Amada, a la que odiaba, algunos años atrás.

—¡No! —respondía etérea.

Casto, obeso y pusilánime, vivía avasallado por su progenitora delgadísima sufriendo indeciblemente de calor.

—Querido, un hombre distinto de Brandon en Un tranvía llamado deseo, solo puede permanecer digno y presentable en manga larga. Jamás una corta bajo mi techo —advertía frágil y grácil.

Bajaba la mirada arrojando en su trayectoria un torrente inagotable de sudor.

—Así está mejor. Es encomiable aceptar nuestras debilidades —concluía Amada con un brazo en cuarta antes de contorsionarse en cambré.

Matarla estaría feo —pensaba con temor a que su caudilla se colara entre sus reflexiones con un grand jeté— pero estrangularla le parecía inasumible incluso para un gordo infeliz como él. Incluso dentro de la olla exprés de su masa abrasadora y su incompetente asertividad.

Deseaba estrangularla, sí, agarrar el raquítico cuello y retorcerlo hasta la cianosis, hasta que le estallara la lengua como un petardo. Ese deleite podía compararse con el que sentía cuando ella no estaba y activaba el aire acondicionado, gozo prohibido.

Amada fue la segunda bailarina del ballet provincial; su infancia, dolor físico, soledad, privaciones y ambición. Y justo antes de ser primera, quedó en estado del podólogo que truncaría su vida.

Odiaba la maternidad, principal enemigo de la danza, pero había algo que odiaba más: los gordos. Para ella homenajeaban el fin de la especie humana, la vileza máxima…

Embarazada apenas probó bocado, quería recuperarse y regresar, pero el padre de la criatura, que tan tierno raspaba las durezas producidas por las puntas en sus piececillos famélicos para entregárselas a sus gatos como bocado exquisito, al nacer el niño huyó. Abandonada sobrevivió dando clases a las vecinas en el patio y cuando el chico lloraba, lejos de calentar un biberón o darle de sus pechos irrisorios, le ofrecía una lata de leche condensada que él relamía embadurnado hasta las cejas.

Así creció, ensanchó y se atocinó hasta convertirse en manteca, ese al que su madre no podía contemplar, pero el desprecio, lo vivía con lindura de fina bailarina, desde la agresividad pasiva y el martirio del calor. Cada junio, entre ellos, el aire apagado y el fogoso aborrecimiento:

—Yo tengo frío, aunque comprendo que en tus dimensiones… No te remangues —decía sin querer posar los ojos en las carnes bamboleantes de los antebrazos de su engendro—. Se llama panículo adiposo.

—Será —respondía él atisbando el aparato blanco e inerte mientras ardía en el infierno de su chicha.

Jamás discutió con ella, se limitó a acumular tanta rabia como lípidos había tragado y tanta ira como sebo intercostal… Y a soñar con ejecutarla, pero… Estrangularla no, mucho más cortés un helado de cuatro bolas de cianuro con sirope de chocolate y banana split, si comiera la vieja enjuta.

Una tarde sofocante del agosto luciferino en la ciudad más calurosa de España donde malvivían, justo cuando rezumaba como un cochino en el horno, desorientado y delirante por la poca ventilación, el exceso de ropa y el rencor, levantó sus posaderas oscilantes y alargó los brazotes hacia el pescuezo de Amada que practicaba cuádruples piruetas para no verlo. Frente a ella, se embelesó un instante fantaseando con el frescor de su celda carcelaria, y sin tocarla, ella solita, la garza, su creadora lacerante, resbaló con las puntas Coppélia en el suelo encharcado por la hiperdrosis partiéndose el cogote y expiró. Orondo y huérfano, volvió a sentarse, repitiendo desde sus labios amorcillados su palabra favorita: On.

Carla de La Lá (Madrid, 1977), escritora, periodista y profesora de la Universidad San Pablo CEU, es una de las plumas más divertidas y cáusticas del panorama. Acaba de publicar Qué te importa que te ame (Editorial Planeta).

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