Oliver Laxe, el único español que brilla tanto como Almodóvar en Cannes

De orígenes gallegos pero nacido en París en 1982, Oliver Laxe ha dirigido solo tres largometrajes. Y resulta que los tres han obtenido premios en el festival de Cannes, el más importante del mundo. Esta semana se estrena en España su último filme, Lo que arde, que lleva una carrera meteórica (galardones en festivales, estreno triunfal en salas francesas) pese a tratarse de una historia rodada con actores no profesionales y ambientada en el medio rural gallego. Su protagonista es Amador, un pirómano recién salido de la prisión que vuelve al campo del que proviene y donde las cosas no serán nada fáciles. Sus imágenes, lejos del costumbrismo plano que podría temerse, son de una belleza abrasadora.

La crítica considera ya a Laxe la nueva esperanza blanca del cine español (y el cine español está bastante necesitado de esperanzas de todos los colores), pero él espera con impaciencia la acogida del público. Utiliza constantemente la palabra “esencial” para referirse a lo que es elevado e importante. Da la impresión de que aspira a tocar la esencia de las cosas en lugar de perderse en premios y reconocimientos que alimenten su vanidad.

Sin embargo, tu carrera en Cannes no es cualquier cosa. Con la conocida excepción de Almodóvar, ningún director español contemporáneo puede presumir de nada parecido.
Los premios están muy bien. Pero no sé si será por eso, porque ya he ganado varios en Cannes, ahora estoy experimentando algo diferente. Quiero sentir que mi cine es importante para el espectador de mi propio país. Cuando haces feliz a la gente, eso es de una intensidad y una energía muy potente, da sentido al sinsentido de hacer películas. Ganar premios es algo que puedes hacer más o menos fácil. Pero hacer una verdadera obra, eso es más a largo plazo.

¿No sientes que en el sector te legitiman esos premios?
Estamos aquí para servir, no para ganar premios. Tampoco estamos para ser un autor: eso es algo que considero una consecuencia, un efecto colateral. Yo siempre me rompo la cabeza para emocionar al espectador. Obviamente respetándolo, no considerándolo un niño que no quiere beberse el zumo porque tiene pulpa. Yo no le quito la pulpa a mis películas.

Hubo un tiempo en el que España participaba cada año en las secciones oficiales de festivales como Berlín o Venecia, pero ya no es así. ¿A qué crees que obedece esto?
España tiene un mercado de cine. Por eso a muchos creadores ya les basta con satisfacer las necesidades de ese mercado, y de cierto público que en realidad son consumidores.

Pero más mercado tiene Francia, ni qué decir tiene los Estados Unidos, y ahí están, en todas las secciones oficiales y además llevándose los premios.
Bueno, pero las pelis francesas también son cada vez peores. Hay cierto cansancio simbólico. Se están desertizando los imaginarios europeos.

Algo de lo que España tampoco escapa, imagino.
El problema es que España se ha polarizado entre un cine esencial hecho en los márgenes y un cine de mercado. El cine de autor peca de cierto onanismo y quiere contentar a ciertas elites autistas. Y este tiempo lo que nos pide es un reencantamiento. Lo que me gusta del cine es que es al mismo tiempo alta cultura y cultura popular. Ahora yo estoy aprendiendo a trabajar desde fórmulas más populares.

¿Es cierto que tu próxima película será una historia de ciencia-ficción?
Sí, trata de un grupo de punks raveros que buscan una fiesta en el desierto. Una mezcla de Mad Max, Easy Rider y Stalker de Tarkovsky. Será medio distópica, preapocalíptica más bien. Una película de aventuras sobre el fin de mundo y sobre la fe. Quiero dar voz a una cierta generación. Contar que, mientras se está cayendo el mundo y desde el escepticismo radical, el ser humano sigue buscando algo que le trascienda. Va a ser bastante punk.

En Lo que arde, percibo una especie de fatalismo. Como si sobre el personaje principal, Amador, pesara una maldición, un destino del que no puede escapar. ¿Es esa tu visión del mundo?
Pero es que eso no es fatalismo ni resignación, es aceptación. Lo que pasa es que desde la modernidad no se entiende. El sentirte pequeño porque hay algo que te trasciende y te domina, que en el fondo no decides, a mucha gente le libera. Aceptar que no somos libres nos hace libres.

Ese es un discurso…
¿Determinista?

…como de una monja. Las monjas suelen decir que cuando formularon sus votos y quedaron así atadas a Dios y al convento, se sintieron libres. Que esa sumisión las liberó.
Habría que hablar sobre palabras como libertad, emancipación, soberanía. ¿Qué es la libertad? Yo creo que la libertad es la libertad del alma. Sí que hay desarraigos de clase, de género, de raza, de muchas clases… Pero a mí me interesa ir más al fondo. En ese sentido, en mis dos personajes veo sufrimiento, sacrificio, pero veo también que no se engañan a sí mismos. Que tienen sus valores centenarios, su dignidad profunda, y eso es lo importante.

Algo impresionante en ella es la escena del incendio. Al verla no podía parar de preguntarme cómo la rodaste, porque la cámara parece estar entre las llamas casi todo el tiempo.
No te metes en el fuego si no tienes fuego en el interior. Ahora, retrospectivamente, me digo que qué clase de neurosis tengo para hacer eso, pero en aquel momento me pareció lo más natural y orgánico. Me dije, ¿cómo hago la mejor película posible? Metiéndome en el fuego. Y eso implicaba hacer los exámenes teóricos y físicos de bombero.

Un momento. ¿Te formaste como bombero y pasaste esos exámenes para dirigir la película?
Sí. Si aquí se declara un incendio, tú sígueme [ríe]. No sé, es que estás en medio del fuego, persiguiéndolo y al mismo tiempo escapando de él, cerca de la muerte… Y cuando estás cerca de la muerte la vida te habla, y todos tus niveles de percepción se disparan. Es todo muy intenso. Y creo que algo de esa intensidad quedó en las imágenes.

Por eso la escena me recuerda a la de la pesca del atún en Stromboli de Rossellini. Es muy poderosa como documental y como drama, y además muestra un momento fortísimo de la interacción entre el hombre y la naturaleza.
Yo me abandono a lo que hay en mi estómago, por eso la película se corresponde con mi personalidad. Hay una rabia, algo fogoso, iracundo en mí. Sulfurado, salvaje, animal. Eso viene de la sensibilidad del campo. Y al mismo tiempo hay una estilización que añade una dulzura y una armonía. La película te sacude y de repente te acaricia.

Pueden verse en ella referentes como John Ford, Dreyer, Tarkovsky o Bresson. ¿Son tus modelos conscientes?
De quien más cercano me siento es de Tarkovsky, por la relación entre el arte y lo sagrado. Otro director que me gusta mucho es Raymond Depardon. Desde luego soy cinéfilo y tengo mis maestros. Pero en este proyecto he mirado hacia dentro para invocar todos esos pequeños gestos que habitan en mi familia: la manera de cortar del pan, de andar, hablar…

Esto no es algo habitual en España, donde los nuevos directores, e incluso los veteranos, normalmente tienen otros referentes. Parece que hoy todo el mundo quiere hacer thrillers, películas épicas o comedias descacharrantes.
Hay una tradición de autores en España, aunque es verdad que no tanta como en otros países. Estaba Erice, y luego en los 90 Guerín, no sé… Es verdad que no siento la paternidad de ningún director español, ni siquiera de Buñuel. Me pueden interesar, claro, pero no veo que con ninguno de ellos pueda alinear mi rabia o mis aspiraciones.

¿Cómo valoras entonces el cine que se produce ahora en España?
En España a la gente se le ha dado solo repostería industrial, y entonces llegas tú con tu sopa llena de vitaminas, con un buen producto hecho con amor, y no les sabe a nada. Porque se han acostumbrado al azúcar y a la mierda industrial. Intento que una de estas sopas un día pueda llegar a saberte como un entrecot, por decirlo de una forma un poco básica.

Al parecer las mujeres de los bomberos que aparecen en la película contaban que después de verla apreciaron más el trabajo de sus parejas. Es decir, que la ficción les había llevado a empatizar más con algo con lo que conviven en su propio día a día.
Con los bomberos trabajamos durante meses, y al principio nos rechazaban, pero al final nos respetaron porque vieron que para nosotros era importante hacer aquello. Son gente muy noble, me conmueven muchísimo.

A pesar de estar rodado en 16mm, el filme tiene una imagen suntuosa.
Bueno, es fácil. Uso película (en lugar de vídeo). Por eso la imagen vibra. Una imagen que está compuesta de píxeles no es lo mismo: yo no soy cuadrado como un píxel. Cuando trabajas con imágenes químicas tu cuerpo reacciona de otra forma, porque una química afecta a otra.

¿Qué sientes entonces al escuchar eso tan manido de que las series son el nuevo cine?
Hay un fuego que, aunque lo apagues, sigue quemando por dentro. Pues algunas imágenes igual, unas tocan tu esencia y otras no. Y casi todas las producciones audiovisuales caen o en el cajón de la distracción o en el de la destrucción.

¿Crees que el espectador actual es menos exigente por culpa de la televisión?
Una de las leyes esenciales del universo dice que todo lo que no sube, baja. O trabajas para subir, o te degradas. Y estamos degradándonos cada vez más. Todo es infantilismo y ruido. Y yo también podría hacer cosas más esenciales, ¿eh?

Tus dos primeros largos los rodaste en Marruecos, y este tercero en Galicia. ¿Ha sido una forma de volver a tus raíces?
Siempre he estado vinculado a ellas. Desde pequeño he ido a Galicia, donde quiero vivir en un futuro. Marruecos lo entendí desde mis valores gallegos del campo. Mi siguiente película iba a hacerla en Francia, pero ahora siento, sin paternalismo, que tengo que trabajar aquí. A ver cómo va en salas la peli, pero entre mis compañeros de profesión ya siento esa acogida. Imagínate, es como si Amador volviera al pueblo y todo el mundo le dijera: joder, te necesitábamos, aquí tenemos un curro para ti.

Quizá entonces Amador no quemaría nada.
Pues podemos ponerlo así: es como si yo fuera Amador y me dijeran: quema todo lo que quieras (ríe).

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