Pocos saben en qué consistió exactamente la aportación de Isadora Duncan a las artes escénicas, pero muchos recuerdan que acabó sus días estrangulada por su propio pañuelo.
Al final del verano suele hacer fresco cuando anochece en la Costa Azul. Eran cerca de las 10 de la noche del 14 de septiembre de 1927, y en el Paseo de los Ingleses de Niza se escuchaban música y risas, que era lo que tocaba en aquel lugar y aquellos tiempos de alegre despreocupación. Un Amilcar CGSS –un automóvil pequeño, con más estilo que potencia–, se detuvo frente a uno de los elegantes edificios del paseo, y a él se subió una mujer de cincuenta años, vestida de rojo, con un larguísimo foulard de seda del mismo color rodeando su cuello y ondeando a su paso.
Aquella dama que se manejaba con ademanes gráciles y teatrales era Isadora Duncan, la misma que décadas antes había revolucionado la danza al encontrar una alternativa a los rigores del tutú, las puntas y los juanetes de las bailarinas clásicas. Sus grandes triunfos escénicos quedaban muy atrás, y por entonces atraía la atención del público sobre todo por las excentricidades y la vida disipada que la prensa se encargaba de airear. El conductor del vehículo respondía al nombre de Benoît Falchetto; era un joven y atractivo empleado de garaje que deseaba que la estrella en horas bajas adquiriera un coche como aquel, y que para convencerla se había ofrecido a llevarla hasta su hotel aquella noche.
Aunque la agenda de Isadora Duncan era otra, como sugiere la despedida que dirigió a sus amigos mientras el vehículo arrancaba: “Au revoir, mes amis, je vais à l’amour!” (“¡Adiós, amigos, voy al amor!”) .
Parece ser que el coche recorrió varios metros antes de que Falchetto decidiera frenar, alarmado por los gritos de los viandantes que contemplaron la breve carrera. El vaporoso echarpe, del que se esperaba que serpenteara como una estela con sublime elegancia, se había enganchado en los radios de la rueda trasera del automóvil, oprimiendo el cuello de Duncan hasta estrangularla y arrojando su cuerpo contra la calzada. Murió casi al instante.
Al principio, el episodio fue narrado con algunas variantes. Una amiga de Isadora presente en el momento fatal, Mary Desti, declaró –quizá para atenuar su culpabilidad por haber sido quien regaló el pañuelo a la fallecida– que sus últimas palabras fueron: “¡Voy a la gloria!”, omitiendo así cualquier sugerencia de una noche de pasión. Esa fue la versión oficial hasta que Desti admitió el pequeño embuste. Y durante mucho tiempo se dijo también que el coche había sido un lujoso Bugatti, en parte porque a todo mito le convienen los aderezos, en parte porque “Bugatti” era el cariñoso apelativo que Duncan había asignado al mecánico que tenía la misión de conducirla hacia el amor
Sea como fuere, el episodio se ha convertido en uno de los iconos culturales del último siglo. En el apartado “muertes célebres en la carretera” compite en dura liza con los accidentes que segaron las vidas de James Dean, Jayne Mansfield y Grace Kelly. Pocos saben hoy en qué consistió exactamente la aportación de Isadora Duncan a las artes escénicas, pero muchos recuerdan que acabó sus días estrangulada por su propio pañuelo. Incluso se ha acuñado un término médico, el “Síndrome Isadora Duncan”, que denomina precisamente ese tipo de defunción, lo que nos lleva a sospechar que no es tan inusual como podría pensarse. Hay que reconocer que, como mínimo, se trata de un final a la altura de una vida excesiva y aparatosa.
Isadora Duncan había nacido en 1877 en San Francisco (California) . Su familia burguesa se empobreció de pronto cuando su padre, banquero, fue encarcelado por fraude, y pasó años muy duros dando clases de ballet y participando en espectáculos de segunda antes de hacerse conocida. Detestaba el encorsetamiento y la falta de naturalidad de la danza clásica, que imponía las puntas desde el siglo XIX y que ella calificó despectivamente como simple gimnasia. Por eso bebió de fuentes mucho más antiguas para desarrollar su estilo, inspirándose en las ménades griegas , que bailaban arqueando su cuerpo de manera espasmódica, y también en pinturas del primer Renacimiento como la Primavera de Botticelli.
Abrió varias escuelas de danza para difundir este credo artístico, y a sus seguidoras se las apodó las “Isadorables”; seis de ellas adoptaron su apellido como símbolo del legado del que se consideraban depositarias. Recorrió el mundo con unos espectáculos con los que cosechó tantos éxitos como escándalo: no era habitual que una mujer se presentara en los mejores teatros vistiendo una mínima túnica, mostrando sus piernas desnudas y de vez en cuando incluso sus pechos. Puede que hubiera algo de histrionismo en su afición a sembrar el escándalo, pero no se puede negar que intentó ser una mujer libre: fue dos veces madre soltera –con distintos hombres–, abandonó a su único marido, el joven poeta ruso Serguéi Yesenin, apenas un año después de la boda, por su alcoholismo, sus celos y su trato violento, y no dudó en manifestar públicamente sus simpatías por la revolución soviética, aunque tras su estancia en Rusia se sintiera decepcionada por lo burgueses que había encontrado a los bolcheviques. Tuvo multitud de amantes, al parecer de ambos sexos.
También sufrió duros reveses, algunos de ellos premonitorios de su propio fin: su padre falleció en el naufragio de un barco de vapor, Yesenin acabaría ahorcándose con la correa de una maleta y sus dos hijos se ahogaron cuando el coche en el que viajaban cayó al Sena. Muchos expertos la consideran la madre de la danza contemporánea, o al menos una gran influencia para el desarrollo de ésta.
Pero lo que hoy seguimos recordando de ella es, sobre todo, la manera al mismo tiempo horrible y prodigiosa en que murió. Que es, bien mirado, uno de los momentos más extremos de toda la historia de la moda. Un auténtico vanitas, y la constatación de que debemos mantenernos en guardia frente a la tiranía del estilo. En el siglo XXI algunos se llevaron las manos a la cabeza porque Demna Gvasalia ideó para Balenciaga unos bolsos inspirados en las bolsas de Ikea, o por la plaga de tobillos al desnudo ante la repentina caída en desgracia del calcetín. A tanto escandalizado habría que recordarle que la moda siempre ha presentado un componente de arbitrariedad aparente, que tampoco parecían ideas mucho más lógicas las pesadas pelucas de los siglos XVII y XVIII o esos corsés que provocaban desvanecimientos a las damas del XIX, y que también se ridiculizó el estilo del Imperio napoleónico, que se inspiraba en la antigüedad clásica para los atuendos femeninos.
Unos pies fríos o un desmayo parecen poca cosa comparado con lo que le ocurrió a Isadora Duncan debido a una chalina absurdamente larga. Por otra parte, aquel no fue ni el primero ni el más dramático de los desastres causados por una prenda de ropa: ya en 1863 perecieron más de 2.000 personas debido al fuego que se propagó en una iglesia de Santiago de Chile, cuando las crinolinas que abultaban las faldas de las mujeres impidieron evacuar adecuadamente el edificio.
Con tanto ingenio como dudoso gusto, y enfundada en uno de sus severos atuendos de madre superiora, la escritora y mecenas Getrude Stein sentenció tras conocer la muerte de Duncan: “La afectación puede ser peligrosa ”. Hoy podríamos hablar de uno de los casos más literales de fashion victim de los que se tiene noticia. Por cierto, el célebre pañuelo, en sí mismo una obra de arte pintada a mano por el ruso Roman Chatov, fue adquirido en subasta un mes después de la tragedia por un rico cultivador de piñas de Hawaii. Por desgracia, se desconoce su actual paradero.
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