La montaña y el silencio

Cada febrero desde bastantes febreros vuelvo a Etxebarri porque no imagino cumplir años sin subir la carretera que llega hasta el asador de Bittor Arginzoniz—un mago antiguo que habla con el fuego— a través de una carretera trufada de niebla y parábolas que cruza el valle de Atxondo pero bien parece un viaje a ninguna parte, como aquella película más bien olvidable de Fernando Fernán Gómez. Y es que viajar siempre es perderse pero a mí lo que de verdad me pone, a estas alturas de la partida, es perderme hacia dentro y hacia atrás; hacerme más preguntas que selfis.

La carretera serpentea y el tiempo se detiene al abrigo del macizo del Amboto entre prados y bosques y piedra; caseríos sin router, vacas enormes, moles calizas y un verde profundísimo, porque hay colores que calman. Sé que está gastadísima la palabra pero es que hay veces —poquísimas— en las que “mágico” cobra todo el sentido el mundo: me pasacon Neil Gaiman, me pasa con este Bilbao profundo y me pasa con el cine de Hayao Miyazaki. El japonés traza líneas entre la tradición y la liturgia de lo sagrado en las cosas pequeñas, a mí me pasa con las angulas a la brasa —una caricia— de Bittor o su plato de chorizo, esto huele y sabe como antaño, si es que la memoria tiene un saber: este es.

En el Mar de árboles de Aokigahara, cerca del monte Fuji, dicen que duermen los demonios de la mitología japonesa y por eso vienen miles de japoneses al año a dejas atrás la vida en una incesante romería por las sombras —es terrible lo cerca que anda siempre la belleza de la muerte—; pero el valle de Atxondo es Bilbo profundo y el vasco es más de agarrarse a la piedra y tirar pa’lante. No puede ser casual el mantra del cocinero vasco: “El fuego es vida”. Y la vida estalla a través de tantas aldeas de verdad —el propio Axpe, Apatamonasterio o Arrazola—, el agua congelada del río Ibaizábal, la playa de Gaztelugatxe, el Parque Natural de Urquiola o la roca ancestral de la mágica de Amboto donde vive la Mari, la bruja vasca de la naturaleza.

En La princesa Mononoke la diosa de la naturaleza es un ciervo bellísimo pero en este norte tan nuestro tiene la forma de la bruja Mari, que dicen los antiguos habita todos los montes vascos —Gorbea, Oiz, Aketegi, Txindoki, Murumendi— pero es aquí donde descansa; viste de verde, castiga la mentira y de ella brota el agua de los manantiales y el misticismo de esta tierra como ninguna otra. Dicen que presagia las tormentas y de ella depende el clima, por eso las nubes son la manifestación de su presencia. No es mal plan pasar una semana —por ejemplo, en la casa rural de Goikomaia— dejando pasar el tiempo, observando el frío (el frío se puede mirar) y recogerse con algún libro especial frente a una chimenea, recogiditos bajo una manta. El fuego, otra vez. El fuego siempre.

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