Joyce Bryant. A cualquier consumidor medio de cultura popular estadounidense el nombre le debería sonar, como los de Dinah Washington, o Jayne Mansfield, por citar dos actrices/cantantes que emergieron en los cincuenta. Se la conoció como “la Marilyn negra”, fue la estrella del Copacabana, donde tocaba con el pianista de Sammy Davis Jr., sentó el precedente para artistas posteriores como Aretha Franklin y llegó a atisbar una carrera en Hollywood. Tenía, además, un look registrado, un aspecto radicalmente único, con el pelo teñido de plateado y vestidos tan ceñidos que había que llevarla al escenario a cuestas porque no podía moverse.
Y sin embargo, hoy, con 93 años, Bryant es una figura olvidada, incluso en su país. Un periodista musical y realizador, Jim Byers, que supo de ella en 1998 y estuvo persiguiéndola hasta poder entrevistarla, lleva dos décadas intentando poner en pie un documental sobre la artista que todavía no ha conseguido finalizar. De adolescente, a mediados de los ochenta, Byers había leído algunos artículos sobre Bryant en la biblioteca pública. “Incluso a esa edad, me di cuenta de que solo las estrellas afroamericanas de primera fila aparecían en revistas mainstream como Life y Time en los años cincuenta”, escribe el periodista en la web de su proyecto. Es decir, si Bryant salía en esos reportajes con lujosos posados, junto a Dorothy Dandridge o Eartha Kitt, es que tuvo que ser muy famosa. “No tenía ningún sentido y eso me fascinaba”, añade. “Cuando empecé a coleccionar materiales relacionados con ella, los vendedores más conocidos de memorabilia afroamericana me preguntaban que quién era. ¿Por qué sus discos eran inencontrables?, ¿por qué no salía en los filmes de Hollywood en los que en teoría había participado?, ¿por qué dejó su carrera?” Ni siquiera cuando por fin la conoció consiguió despejar del todo estas incógnitas.
Bryant nació en 1927 en Oakland, California, en una familia de devotos Adventistas del Séptimo Día. Su abuelo materno, Frank Withers, fue un trombonista de la primera era del jazz, pero al margen de eso, no había especial inclinación artística en al familia. A los 14 años, Bryant se escapó con su novio y se casó en secreto, pero el matrimonio fue anulado ese mismo día. A los 19, mientras visitaba a unos primos en Los Ángeles, le dijeron que participara en un singalong, una especie de karaoke colectivo en un club nocturno. De pronto, se encontró con que era la única persona cantando. Y el dueño del club le ofreció 25 dólares si se atrevía a subir y actuar en el escenario. “Lo cogí porque necesitaba dinero para volver a casa”, dijo años después en una entrevista en la revista Jet. En poco tiempo, Bryant pasó a la costa Este y se hizo con una residencia fija en un club de Nueva York, La Martinique, y consiguó el contrato para un tour por los hoteles de los Catskills, conocidos como el Borscht Belt porque allí veraneaban los judíos emigrados de Europa que consumían esa sopa de remolacha, el borscht –la película Dirty Dancing recoge el ocaso de esa escena, de la que surgieron también muchos cómicos famosos como Lenny Bruce o el propio Woody Allen–.
Fue allí donde Bryant adquirió el look que la hizo famosa. Una noche debía actuar con la gran Josephine Baker y no quería pasar desapercibida. Se le ocurrió ponerse un traje plateado muy ajustado y con gran escote, un abrigo de visón hasta el suelo y teñirse el pelo acorde con esa visión entre überglamourosa y futurista, usando pintura metálica para radiadores. Desde ese momento, ese se convirtió en su aspecto emblemático. La diseñadora afroamericana Zelda Wynn Valdés, que inventó el traje de conejita de Playboy y vistió a estrellas como Mae West o Marlene Dietrich, le ayudó a perfeccionar esa imagen de sirena cósmica durante años. Entre las dos, crearon decenas de trajes que combinaban lentejuelas, lamé, chiffón y bordados, casi siempre con la misma silueta de sirena y escote corazón, enfatizando la cintura estrecha de Bryant y sus proporciones de reloj de arena.
Valdés, que también vistió a otras divas negras de la época, parecía participar de la misma escuela de pensamiento que Maxine Powell, la famosa profesora de etiqueta y buenos modales de la Motown, cuya obsesión era pulir a los artistas negros para que no asustasen al público blanco. Aunque a Powell, que inculcaba a sus pupilos que “bailasen con las rodillas” (juntas) seguramente le hubiera desbordado la energía sexual de Bryant, que en breve disparó su caché y pasó a ser conocida como “the bronze blond bombshell”: la bomba rubia de bronce. Otra afroamericana inconformista, Eartha Kitt reconoció en sus memorias, publicadas en 2003, que al inicio de su carrera, su modelo era Joyce Bryant: “no quería parecer inocente, quería tener el aspecto de Bryant. Me encantaba ella. Pensaba que tenía agallas y copié su estilo: descarado e independiente”. En 1953, ambas aparecieron, junto a Dorothy Dandridge, Lena Horne y Hilda Simms en un reportaje de la revista Ebony que las reconocía como “las cinco mujeres negras más guapas del espectáculo”.
Al contrario que Dandridge o Horne, las más famosas del grupo, Bryant no tenía la piel clara y tostada al estilo de una Beyoncé, ni facciones que pudiera considerarse “aceptables” (asimilables a las de los blancos), lo cual convierte su fama de entonces en algo todavía más meritorio pero puede contribuir a explicar su posterior desaparición de la historia.
Sus dos mayores hits, Drunk with Love y Love for Sale fueron censurados en varias radios comerciales que las consideraron muy provocativas, y la propia Bryant falló en tres ocasiones el test de decencia de la CBS y la NBC, que la consideraron demasiado sexy para actuar en sus shows nocturnos.
Además del problema de su magnetismo sexual, la artista tenía otro inconveniente para triunfar en Estados Unidos en los años cincuenta: no le gustaban las leyes de discriminación racial y no le importaba decirlo. En 1952, el Ku Kux Klan quemó una efigie con su imagen y la amenazó de muerte si se atrevía a actuar en el hotel Miami Beach. Las ignoró y se convirtió en la primera artista afroamericana, hombre o mujer, en hacerlo. Por entonces, una parte de su show consistía en mezclarse con el público durante algunos de sus temas, sentarse en sus rodillas y darles mordisquitos en el cuello y los brazos. Su mánager estaba aterrorizado ante la posibilidad de que intentara algo así en Miami y le prohibió acerarse al público, pero Bryant lo ignoró y al día siguiente los periódicos locales no hablaban de otra cosa, como rememora la propia cantante en dos fragmentos de entrevista que se pueden encontrar en YouTube.
https://youtube.com/watch?v=ugYSYiEygRE%3Frel%3D0
https://youtube.com/watch?v=N6UCOOwO1Is%3Frel%3D0
Dos años después, cantó en el Casino Royal de la capital, Washington, conocido por sus prácticas segregacionistas. En ese mismo año, 1954, Bryant hizo la prueba para la adaptación cinematográfica del musical Carmen Jones, la versión de la Carmen de Bizet situada en la Segunda Guerra Mundial. Y al parecer era la opción preferida del director, Otto Preminger, pero el papel acabó siendo para Dorothy Dandridge.
A mediados de los cincuenta, Bryant ganaba hasta 3.500 dólares por actuación, un caché muy aceptable, pero empezaba a cansarse de la industria. Su pelo estaba dañado tras años aplicándose pintura plateada y no se sentía cómoda con su imagen de vampiresa, que consideraba “pecaminosa” y poco acorde con sus creencias. Al fin y al cabo nunca había dejado de ser una miembro activa de la iglesia de los Adventistas del Séptimo Día. Según le contó la cantante a Byers, en una ocasión tenía la garganta tan dañada de cantar ocho veces por semana que un doctor le recomendó aplicarle “cocaína en spray”. A lo que el mánager respondió: “me da igual lo que le hagas, pero que cante”. En una ocasión, recibió una paliza de un hombre al que rechazó en un camerino.
Cansada del mundo de los clubes nocturnos y desilusionada con su carera, terminó por retirarse y dedicarse a la iglesia. La revista Ebony publicó un artículo en 1956 con el titular: “La nueva vida de Joyce Bryant: la cantante deja una carrera de 200.000 dólares al año para servir a Dios”. Dejó de teñirse el pelo y de maquillarse y abandonó los trajes estrechos con los que ni siquiera se podía sentar. En aquella época, se reunió varias veces con Martin Luther King Jr. quien, al parecer, era un admirador suyo, y colaboró con la primera oleada de activismo en la lucha por los derechos civiles. Cuando trató de implicar más a su iglesia, se encontró con evasivas y eso terminó de apartarla de la vida religiosa. “Eso son asuntos terrenales, no espirituales”, le respondieron.
Ya en los sesenta, decidió volver a cantar y a sacar partido a sus enormes capacidades vocales, pero lejos del circuito de clubes nocturnos, y ya sin looks sexies. Se formó como intérprete de ópera en Howard, la universidad histórica de la excelencia afroamericana, y llegó a tener un contrato de seis años con la New York City Opera, y a cantar en teatros europeos, hasta los ochenta, cuando volvió a reinventarse y se pasó al jazz. Empezó también a hacer de coach vocal para cantantes y aspirantes a serlo, como Jenifer Holliday y Raquel Welch.
Cuando Byers, que entonces colaboraba como crítico musical con el Washington Post, dio con ella en 1998, después de buscarla durante seis meses, lo primero que le dijo por teléfono fue: “¿Cómo me ha encontrado?, ¿y POR QUÉ me busca?”, al parecer incrédula de que su historia tuviera el más mínimo interés. Entre los dos han conseguido desenterrar algunos clips de actuaciones televisivas de Bryant, así como fotos y reportajes. Confían en poder terminar algún día el documental que debe rescatarla y que se titulará The lost diva, la diva perdida.
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