La boda del sha de Persia y Farah Diba: a la tercera fue la vencida

Se casaron con un motivo muy claro: había que engendrar un hijo varón. La boda del sha Reza Pahlevi y Farah Diba, el 21 de diciembre de 1959, tenía una razón de ser dinástica y política, pero ambos lograron ser algo más que eso. Juntos formaron un matrimonio feliz y enamorado que supo mantenerse unido en las circunstancias más adversas. Hasta que el torbellino de la historia llegó y les arrasó para siempre.

“¿Y por qué el Sha no va a casarse contigo? Eres muy mona”. Cuando Farah Diba era una estudiante de arquitectura iraní que vivía en París, el sha Mohammed Reza Pahlevi se divorció de su segunda esposa, Soraya. Los compañeros de clase de la joven Farah estaban tan convencidos de las virtudes de su compañera –o conocían a tan pocos iraníes– que afirmar que ella debería ser la siguiente shabanu del país se convirtió en la broma preferida de su promoción. “Escribidle”, contestaba ella riendo, “intentad convencerle de que hay aquí una muchacha que está muy bien para él”. Algunos se lo tomaban más en serio. Mermone, una amiga de Farah originaria de Afganistán, le aseguraba convencida: “Pero si eres maravillosa, el Sha tendría que casarse contigo”.Incluso llegó a regalarle una postal cuando estaban juntas de vacaciones en España “en la que había escrito, al modo de las niñas en las escuelas: “Farah Diba = Farah Pahlavi. Fue ella, así, la primera que asoció mi nombre con el patronímico del rey”, cuenta en sus memorias. Lo curioso es que el chiste –o sugerencia bienintencionada- se hizo muy pronto realidad. Farah Diba estaba a punto de conocer al rey y convertirse en la última emperatriz de Irán.

No parecía el futuro obvio que le esperaba desde niña, desde luego. Farah había nacido en una familia acomodada y bien relacionada, pero plebeya, alejada de la todopoderosa realeza iraní. Representaba una parte muy minoritaria pero relevante del país, un Irán que despertaba de forma tímida de la miseria y el analfabetismo y podía permitirse enviar a sus hijos más privilegiados a formarse al extranjero. De ese caldo de cultivo nacería precisamente la semilla de la revolución islámica que conmocionaría al mundo en dos décadas. Farah estudiaba en París con una beca, y la primera vez que vio al rey fue allí, durante una visita oficial en la que le presentaron al monarca a varios estudiantes que residían en la capital francesa. El sha ni se fijó en ella. Pero después de dos años en Francia viviendo como una joven occidental más, Farah regresó a Teherán a visitar a su familia en el verano del 59. Y allí el destino se puso a trabajar. Entre las gestiones que la estudiante tenía que hacer estaba ocuparse de la renovación de su beca. Después del infierno burocrático que había vivido para que se la concedieran la primera vez, decidió acudir ella misma al responsable de ellas, que resultaba ser el yerno del rey, Ardeshir Zahedí, casado con su única hija la princesa Shahnaz. Después de una conversación, Zahedí le propuso a la joven Farah, de solo 20 años, acudir un día a su casa a tomar el té con su esposa. Ella aceptó, encantada, y su sorpresa fue mayúscula cuando en medio de la velada apareció el mismo sha, el padre de su anfitriona, a visitar a su hija. Charlaron cordialmente y la joven volvió a su casa contándole entusiasmada a toda su familia que había conocido al rey. “Pensaba que era algo de lo que hablaría a mis nietos”. Solo cuando recibió una invitación a cenar a palacio comenzó a sospechar que esa aparición no había sido tan casual ni tan sorpresiva para el resto de los implicados. Acudió al evento y tras la cena se encontró en un aparte conversando de nuevo con el monarca. Ya estaba todo hecho. El rey había encontrado a su siguiente esposa, y tras varios encuentros más ella no tardó nada en enamorarse locamente de aquel monarca en cuyo respeto y reverencia absoluta había sido criada desde niña. Cuando terminó el verano y tocaba volver a París a retomar la arquitectura, Farah hizo que su tío le preguntase de forma discreta al señor Zahedí si debía hacerlo. La respuesta fue lacónica pero expresiva, conminándola a esperar.

En breve, Farah recibió otra invitación de la princesa Shahnaz para cenar. Aquella noche, el rey le preguntó de forma directa: “¿aceptas convertirte en mi mujer?”. Era justo el día en el que ella cumplía 21 años, el 14 de octubre de 1959. “Respondí sí de inmediato”. El rey le advirtió que ser reinatenía muchas responsabilidades con el pueblo iraní. “Me sentía muy capaz de cumplir aquella tarea”, escribe ella. “Sencillamente, la escala difería: no advertía, en efecto, ni el peso, ni la magnitud de la misión que me aguardaba”. Su ingenuidad puede achacarse a su juventud y a la fe ciega en el amor que todo lo puede, porque la joven Farah estaba ignorando que antes que ella otras dos mujeres habían sido ya esposas del sha y eso les había traído sufrimiento, enfermedad y desgracias.

El fracaso del primer matrimonio no era difícil de adivinar. Al fin y al cabo, se trataba de un arreglo concertado entre familias en el que los novios no se habían visto jamás (igual,cierto es, que muchos de la época y como se hacía de forma tradicional en el mundo islámico con razonable éxito). Mohammed Reza Pahlevi, el heredero de Reza Shah, el primero de los Pahlevi, tenía 19 años cuando se decidió que había que casarle. La elegida fue la bellísima princesa Fawzia de Egipto, en la que por una vez las comparaciones con mujeres como Hedy Lamarr y Vivien Leigh no eran solo lisonjerías de cortesanos. Sus ojos azules y su físico espectacular iban unidos al atractivo de pertenecer a la poderosa familia real egipcia, con lo que otorgaba pedigrí a la recién nacida dinastía Pahlevi –el sha era un militar que había llegado al poder derrocando a los qajar tras un golpe de estado; sus detractores se reían de él llamándole pastor de cabras bajado de las montañas-.

La boda se celebró en 1939, un año clave en la historia al desatarse la Segunda Guerra Mundial. Vida privada y pública rara vez pueden ir separadas, y en el caso de las familias reales, eso se vuelve casi una entelequia. Las simpatías pronazis de Reza Shah le obligaron a huir del país con una de sus amantes y a abdicar en su hijo, con lo que Mohammed Reza Pahlevi se convirtió en sha en septiembre del 41. Su esposa Fawzia pasaba a ser reina consorte y uno de los rostros más espectaculares de Oriente próximo. Tanto fue así que en 1942 salió en la portada de Life fotografiada por Cecil Beaton, con el rimbombante nombre de “la Venus de Asia”.La realidad era muchos menos bonita: para entonces su matrimonio ya estaba roto y se encontraba sumida en una incipiente depresión. La joven nunca se acostumbró a la sombría y humilde corte persa; ella venía de la familia real egipcia y había sido educada en Europa, con boato, lujo y comodidades modernas.

Teherán, al lado de Alejandría, le parecía un poblacho polvoriento, y la vida en palacio, de un tedio insoportable. Intentó aprender farsi y lo abandonó tras unos meses; el rey y ella se comunicaban en francés, eso cuando lo hacían, porque pronto quedó claro que aquel matrimonio de conveniencia había fallado. Tras tener una hija, la princesa Shahnaz, Fawzia perdió todo interés en su marido, en la vida cortesana o en la vida en general. Se pasaba horas metida en cama, jugando a las cartas, y cuando salía de sus habitaciones era para gritar por los pasillos, exasperada, “¡Me aburro!”. Tan obvia se hizo la situación de la reina que su hermano, el ya rey Faruq de Egipto, la reclamó de vuelta en Egipto con la excusa oficial de que tenía que recuperarse de la malaria. Tras un tiempo prudencial se extendió el comunicado de que “el clima persa hace peligrar la salud de la reina”. Con esa mentirijilla se hacía oficial el final de un matrimonio que no llevaba a ninguna parte; tras una dura negociación, se decidió que la hija de ambos, la pequeña Shahnaz, permanecería en Irán.La pareja se divorció en el 48, Fawzia se recuperó pronto en su país natal e incluso llegó a casase de nuevo en el 49, con Ismail Hussain Shirin Bey, exministro de guerra y marina, con el que tuvo otros dos hijos.

La presencia de la princesa Shahnaz no garantizaba la sucesión del trono; el rey debía tener un hijo varón, por lo que se organizó con rapidez la búsqueda de una esposa para el monarca. La elegida, en esta ocasión, la seleccionó él mismo a través de una fotografía. Se trataba de la joven Soraya Esfandiary, hija de un poderoso jefe tribal iraní que había sido embajador en Alemania y de una alemana. Soraya era lo bastante hermosa como para conquistar a un hombre a través de una fotografía: morena y con unos inmensos ojos azules, tenía cierto parecido con la princesa Fawzia –de niña sus amigas le decían que se parecía a ella–, pero si esta emulaba a las actrices de los años 30, Soraya era una belleza contemporánea de los 50 a lo Elizabeth Taylor.

En Londres conoció a la princesa Shams, una de los numerosos hermanos del sha, que tras ganarse su confianza, la invitó a viajar con ella a Teherán. La noche antes de viajar, Soraya leyó en el periódico la noticia “la princesa Shams viaja a Irán con la prometida del sha”. Todo se había decidido ya por ella. Sin embargo, tuvo suerte. A su llegada a la ciudad, vio al sha por primera vez, y los tejemanejes familiares demostraron haber sido acertados: la joven se enamoró de él al momento. Se casaron en 1951; ella tenía 19 años, él 32. “La vida en palacio eran cenas con los hermanos, partidas de cartas, proyección de películas, aburrimiento y soledad”, describe ella en sus memorias El palacio de las soledades. La familia real constituía una complicada pléyade de personajes, comandados por la reina madre, a la que Soraya describe como amargada y llena de rencor, y los 10 hermanos del rey –algunos de diferentes madres-, todos príncipes y princesas que poblaban la corte y la convertían en una maraña de intrigas y rumores. “De las hermanas mi preferida era Asraf, hacía lo que le daba la gana”, cuenta Soraya refiriéndose a la gemela del rey, la famosa “pantera negra”.

Las obligaciones de la reina iban de una agenda oficial de visitas a orfelinatos y asociaciones a la gestión de la vida cotidiana, sobre la que escribe: “Tuve que cambiar muchas cosas, desde la decoración hasta las comidas. Eran demasiado aburridas, nada de salsas ni caviar. En palacio se comía de forma austera y yo lo cambié. La cocina era vetusta y los cocineros sucios”.

Por muy enamorados que estuviesen los reyes, había un problema obvio e inaplazable: Soraya no se quedaba embarazada. A mediados de los 50 comenzaron los viajes a Estados Unidos para visitar a los mejores especialistas que, según cuenta ella, le dijeron que no había ningún problema y que todo se debía al estrés. “El Sha seguía enamorado de mí”, recuerda ella. “Sus abrazos eran apasionados y fogosos, pero un heredero al trono se hacía imperioso. Se hablaba de maleficios, djins, enemigas ocultas dentro de la corte y hasta de esterilidad del sha después de un atentado que sufrió. Se planteó que Shanaz suba al trono, pero los persas nunca se dejarían gobernar por una mujer”. Soraya le habló a su marido de la posibilidad de que heredara el trono alguno de los hijos de sus hermanos, pero el sha entonces le contó otro plan: él se casaría con otra mujer y en el momento en el que le diese un hijo varón, él la repudiaría, mediante la fórmula legal del sighé. “Me quedé helada. En aquel instante supe que todo había terminado”. Al final, la repudiada sería ella.

Siempre se dijo que Soraya era estéril, aunque ella defiende que al final los médicos le dijeron que con una operación sencilla habría podido tener hijos, pero las intrigas palaciegas se interpusieron y decidieron su destino. Su divorcio se anunció en el 58, descrito por ella como “un sacrificio de mi propia felicidad”. Se trasladó a vivir a Suiza, y pronto nació su leyenda de “la princesa de los ojos tristes”. Para la sociedad occidental de la época, sedienta cada vez más de personajes de la crónica social internacional, Soraya lo tenía todo: era la protagonista de un cuento en la vida real, casada con monarca exótico con el que formaba una pareja feliz y popular… a la que el sueño se le había roto por algo tan cruel como la infertilidad. Su tragedia era algo con lo que miles de personas en el mundo podían identificarse y, a la vez, esa razón de estado a la que había que sobreponerse convertía al sha, más que en un villano, en otra víctima más del infortunio. La idea de la princesa repudiada viviendo en el exilio tenía connotaciones casi medievales,era apasionante, ella estaba envuelta en el glamour del lujo oriental, lucía joyas increíbles que le había regalado su esposo en tiempos más felices… y además era tan hermosa como una estrella de cine. Algo en lo que quiso convertirse de verdad, además.

Como personaje ya de pleno derecho en la jet set internacional, Soraya tuvo romances con famosos como Gunther Sachs o el actor Maximiliam Schell, que le devolvió el gusanillo de ser actriz que había sentido de niña. En 1965 el productorDino de Laurentiis montó un proyecto a su medida: I tre volti (Tres perfiles de mujer) era una película en tres fragmentos dirigidos cada uno por un director distinto –Michelangelo Antonioni, Mauro Bolognini y Franco Indovina– en el que Soraya se interpretaba a sí misma o a una mujer prácticamente idéntica a sí misma.

En una de las partes su pareja era nada menos que José Luis de Vilallonga, que la describe como “Una persona muy triste y muy desgraciada porque estaba enamorada como una perra del Sha y él también de ella. Cuando la tuvo que repudiar porque no podía tener hijos fue un drama para los dos, pero especialmente para ella”.Sobre I tre volti,su opinión es inmisericorde: “una película muy mala, en la que la pobre hizo el ridículo de mala manera. El productor, que era Dino de Laurentiis, pensó en Soraya para protagonizarla, porque en aquel momento era el summun, y la puso frente a ese gran actor que es Richard Harris. Se produjo una situación muy graciosa porque el Sha mandó a un enviado para decir que se podía rodar la película, pero que no se podía tocar a Soraya de ninguna manera. Yo hacía de su marido y Harris de su amante, por lo que nos resultaba muy difícil no tocarla, pero al final lo conseguimos, la película salió adelante. Fue un gran fracaso y el único país que la compró fue España”.

En España, precisamente, Soraya se volvió un nombre mucho más popular a raíz de la princesa repudiada. Vilallonga también cuenta que Richard Harris la maltrató durante el rodaje: “Era una bestia, o mejor, un borracho. Y cuando lo estaba, era un hombre difícil, lleno de complejos que le hacían insoportable”. Sin embargo, algo sacó Soraya del rodaje, pues inició una relación con el director Franco Indovina. Él, que estaba casado y tenía hijos, abandonó a su familia para quedarse con ella, aunque su carrera cinematográfica, con alguna aparición más, empezó y terminó con I tre volti. La mala suerte persiguió a la pareja de una forma absurda y cruel. En 1972 se produjo el hasta entonces más grave accidente de aviación en Italia. Indovina iba a bordo del avión siniestrado, y pereció junto al otro centenar de pasajeros. “Todo le salía mal”, resume Vilallonga.

Estos precedentes tan poco halagüeños no arredraron a Farah. Antes de la boda volvió a París para arreglarse un vestuario a medida de las circunstancias. Allí se vio por primera vez rodeada de prensa que coreaba su nombre, ansiosos de conocer a la próxima reina de Irán, alentados además por el hecho de que hasta hace nada hubiese sido una estudiante más a la francesa. Soraya contaba con la simpatía y conmiseración de todo el planeta, pero la todavía más joven Farah, con su sencillez y su sonrisa, no tardó en hacer lo mismo en el corazón del público.

En su propio país, Farah sumaba el factor de ser “una de ellos”, hija de padre y madre iraníes y con un intenso pelo negro, ojos del mismo color –tras dos reinas con extraños ojos azules- y efigie indudablemente persa. Encarnaba los valores de una juventud sedienta de quitarse el polvo del pasado y de embarcarse en las virtudes que traía la prosperidad del olor a gasolina. Una reina oriental moderna, sin velo ni aire de serrallo, culta y preparada, como querían ser muchas de las jóvenes de su generación. Al menos, una parte. En París, Farah visitó a las hermanas Carita, que la describen así: “Era una muchacha arrobadora, tan bien hecha, con unas manos encantadoras y el pelo de un negro intenso, casi azul, como se ve en las miniaturas persas”. Por su parte, cuenta Farah sobre ellas en sus memorias: “Las hermanas Carita me inventaron aquel día ese peinado con la raya en medio y las sienes cubiertas que debía conseguir émulos en todas partes del mundo: las mujeres pedían que se las peinara “como Farah Diba”.

La boda se celebró la tarde del 21 de diciembre de 1959, o 29 de azar de 1338, según el calendario solar iraní. La novia lucía un vestido de Dior con hilos de plata bordado con algunos motivos persas, decorado con strass y perlas (falsas), diseñado por Yves Saint Laurent. “Yo sabía que las costureras habían cosido en azul uno de los dobladillos para que las hada buenas dieran por fin al rey aquel hijo varón que esperaba”, cuenta ella. Además se lucían las joyas de la corona y una diadema de Harry Winston que pesaba casi dos kilos. Durante la ceremonia se produjo un olvido imperdonable, tratándose de la tercera boda del rey en 20 años: “En unos instantes iba a celebrarse nuestra unión, sólo entonces advertí que no tenía alianza para él”, recuerda la novia. “Nadie había pensado en eso, y yo menos que nadie, pero es la novia la que debe aportar la alianza… Ardeshir Zahedi, el yerno del rey, me sacó del mal paso tendiéndome la suya. Unos días más tarde, le regalaría yo una alianza”.

“Más tarde, mirando las fotos que se habían hecho de la ceremonia, sentí un leve despecho. A causa de mi cola, yo no podía sentarme en un sillón, como el rey, y me habían instalado en un taburete, sin advertir que encaramada de ese modo yo le sacaba media cabeza a mi marido. Ni una sola persona, entre aquella gente de protocolo, acostumbrada a las reglas de las buenas maneras y la elegancia, había advertido que hubiera sido más conveniente, más gracioso también, que el soberano hubiera estado, por lo menos, al mismo nivel que su esposa”.

La elección de Farah como esposa del sha pronto demostró haber sido un acierto: a los diez meses de la boda, el 31 de octubre de 1960, la reina dio a luz a un hijo, que resultó ser una varón para éxtasis de su padre, la familia real y el propio país (en sus memorias, ella dice que habría estado igual de contenta de haber tenido una niña, algo poco creíble debido a la presión que tenía que soportar). “Pessar ast!” “¡Es un niño!” fueron las palabras tranquilizadoras que recorrieron Irán. Por supuesto, los rumores no cesaron en ningún momento durante el proceso: se había dicho que ella no estaba embarazada, que se ponía una botarga, que habían cambiado a la niña que había parido por un niño anónimo, luego se dijo que el niño era mudo… Cuatro serían los hijos que tendrían Farah y el sha Reza: Reza, Farahanz, Leila y Alí Reza.

En realidad, tener un hijo varón era solo una más de las infinitas preocupaciones que como soberano de Irán tenía el sha. Él mismo, Farah y la familia real ejemplificaban las contradicciones y dificultades de los países islámicos de su tiempo, de un modo que quizás ellos no entendían del todo. Durante su primer viaje a Estados Unidos, una constante multitud de estudiantes iraníes les acompañó insultándoles y abucheándoles en sus apariciones públicas. “Quedaba un largo camino por recorrer, pero se había ya hecho mucho –aquellos jóvenes iraníes, paradójicamente, eran la prueba viva de ello puesto que, en su mayoría, eran financiados por aquel Estado que vilipendiaban– y mucho iba a iniciarse, pero no se daban cuenta de dónde veníamos, en qué miseria estaba el país antes de que Reza Sha se pusiera a su cabeza”.

La aparición del petróleo como materia dorada del siglo XX había convertido el país subdesarrollado en uno de los objetivos de las potencias occidentales. Los tejemanejes políticos que habían llevado al poder a Reza Sha –y luego a su abdicación– eran muestra de ello. Mohammed Reza, ya casado con Farah, puso en marcha la llamada “revolución blanca”, un paquete de medidas destinados a modernizar el país y a traer progreso y bienestar a su población, derivados del inmenso torrente de dólares que traía la venta del gas y del petróleo. Todo esto en teoría, porque en la práctica lo que se consiguió fue enriquecer sobremanera a una mínima parte de la población mientras la inmensa mayoría seguía sufriendo pobreza y desnutrición.

El índice de mortalidad infantil en Irán era uno de los más altos de Oriente, el analfabetismo estaba muy extendido, enfermedades como la lepra eran una realidad tangible… y además, las medidas de la revolución blanca provocaron que la vida rural quedara arrasada, las identidades tribales se rompieran y los jóvenes desarraigados emigraran en masa a las ciudades. Una vez allí, encontraban refugio en las mezquitas, llevadas por un clero furioso al verse apartado del poder que predicaba un mensaje en contra del sha. Jomeini, desde el exilio, estaba preparando el cambio. La familia real era presentada como parte del conflicto entre tradición y progreso, ejemplos del malestar que provocaba esa idea de que “ser moderno” tenía que pasar de forma forzosa y única por serlo a la manera occidental, abandonando la cultura y costumbres del propio país en pro de unos beneficios que solo alcanzaban a unos pocos. El sha y la shabanu eran glamurosos, ella bellísima, él un políglota educado en Le Rosey de Suiza (como el Rey Juan Carlos u otros monarcas de su momento), pero también aparecían como un gobierno dictatorial vendido a los intereses de las empresas extranjeras y a la cabeza de un servicio secreto, el SAKAV, con fama de sanguinario y siniestro al nivel de la KGB.

La visión de Farah es, por supuesto, muy distinta. En sus memorias lamenta la falta de tiempo para seguir adelante conlos avances, y culpa al oscurantismo y a la falta de apoyo de países como Estados Unidos de lo que ocurrió poco después. Su vida en la corte poco hacía presagiar lo que se avecinaba. Entre viajes oficiales y vida familiar,en el año 67 se decidió celebrar por fin la coronación de la pareja real como emperadores. Tantos años se había postergado desde que empezó a planearse que la corona de Van Cleef & Arpels que acabó luciendo Farah había sido diseñada en su origen para Soraya.

Para la ocasión, el protocolo seleccionado fue casi un calco del de un acontecimiento histórico muy anterior: la coronación de Napoleón, con toques, para el desfile de carrozas, de la ceremonia de Isabel II. De hecho, el momento en el que el sha le ceñía la corona a su esposa es casi un calco del plasmado en el cuadro La consagración, de Jean Louis David: ella arrodillada ante el emperador, las damas recogiendo el manto blanco, la unión de poder real y poder religioso… era como una Josefina moderna ungida por su Napoleón. Lalectura de Farah fue en clave de género: “Cuando hubo puesto la corona en mi cabeza, me pareció que acababa de consagrar a todas las mujeres iraníes. Solo cuatro años antes, asimiladas en el mismo artículo de la ley a los deficientes mentales, ni siquiera teníamos el elemental derecho de designar a nuestros representantes. Aquella corona hacía desaparecer siglos de humillación; con más seguridad que todas las leyes, afirmaba solemnemente la igualdad del hombre y la mujer”.

Si la coronación había sido un acto destinado a la órbita iraní, otro acontecimiento fue empleado de forma clara como propaganda hacia el resto del mundo. Los 2.500 años de la fundación del Imperio persa, en octubre del 71, fueron la ocasión para celebrar “la fiesta del siglo”, “el banquete más importante de la historia”, pero también “la fiesta que le costó el trono al rey”, aunque los motivos eran mucho más complejos. Irán organizó en distintas ciudades históricas como Persépolis una serie de actos, muestras y festividades con el objetivo de mostrarse como un país en vías de desarrollo –ya no subdesarrollado- miembro de pleno derecho de la comunidad internacional. Y lo hicieron a lo grande, demostrando lo que era el lujo asiático. El sha Reza Pahlevi se presentaba como descendiente directo de Ciro el grande, de las dinastías aqueménida, sasánida, safávida y qajar (esa que su padre había derrocado), en lo que muchos vieron una apropiación del pasado con fines políticos evidentes.

Tenía mucho de puesta en escena dedicada a las élites internacionales, de las que se buscaba apoyo y negocios, presentándose al sha como un monarca constitucional a lo inglés, aunque la realidad fuera otra. Delegaciones de personalidades y prensa de todos los países acudieron a la gran cita persa, con desfiles, muestras del arte nacional, actuaciones de músicos y grupos folclóricos en un estilo expo-mix-juegos olímpicos revestido con solemnidad. Para la gran cena del 14 de octubre del 71 se montó una “ciudad de tiendas” al estilo tradicional, y en la más grande, la de los invitados ilustres, se sirvió un banquete compuesto de huevos de codorniz rellenos de caviar iraní, mousse de cangrejo de río, lomo de cordero relleno y asado con trufas, sorbete de champán añejo, pavo real relleno de foie, turbante de higos glaseados al oporto con sorbete de frambuesa y café moka. La cena duró cinco horas y se atendieron a 600 comensales. En un momento de crisis, se acabó el café, por lo que hubo que servir Nescafé sin que nadie lo advirtiese o al menos se quejase.

Entre los convidados estaban los entonces príncipes Juan Carlos y Sofía, Ingrid de Dinamarca, el rey Constantino de Grecia, la reina Muna de Jordania, Rainiero y Grace de Mónaco, la reina Fabiola de Bélgica, el rey Hussein de Jordania, el emperador de Etiopía Haile Selassie, el rey Gyanendra y la reina Indra de Nepal, el presidente Josip Broz Tito de Yuguslavia, el rey Olav V de Noruega, el príncipe Felipe de Edimburgo y la princesa Ana, el presidente Ceausescu de Rumanía, Imelda Marcos… Jaime Peñafiel también estuvo presente aquella noche, de la que recuerda: “Era, indudablemente, el banquete más fabuloso al que alguna vez asistí. Era la expresión del lujo absoluto, pero también del refinamiento completo. Era el mayor de todos los banquetes del siglo y es muy posible que uno similar nunca sea organizado otra vez”.

El fasto –para algunos derroche– de aquellos días, con comida servida directamente de Maxim’s, castillos de fuegos artificiales, construcción de estructuras en medio de la nada… fue objeto de una gran controversia. Por parte de la oposición, con Jomeini a la cabeza, fue criticado como una muestra del alejamiento del sha de la población del país, más preocupados por su imagen internacional que por el bienestar de su pueblo; para sus defensores se trató de una operación de relaciones públicas sin precio posible, una reivindicación del legado persa que colocó su profunda herencia artística y cultural en un lugar prominente ante el mundo. En cualquier caso, fue un canto del cisne.

En 1979, tras años de huelgas, protestas y descontento, se desataba la revolución islámica, y la familia real tenía que abandonar el país. El ayatolá Jomeini volvía del exilio e Irán se convertía en una república islámica. Los 2.500 años del imperio persa eran ya solo una nota del pasado, y los avances políticos y culturales de los Pahlevi quedaron reducidos a nada. Años antes, visitando el palacio de los zares en San Petersburgo, Farah Diba se había preguntado qué ocurriría si alguna vez les expulsaban a ellos de su país, si también acabarían enseñando las habitaciones privadas en las que vivían como parte de un museo. Ahora acababa de ocurrir.

El exilio fue complicado para los Pahlevi, agravado por el cáncer que sufría el ex Sha (nopor falta de presupuesto, sino por la dificultad para encontrar un destino en el que establecerse; aunque en sus memorias Farah dice que su marido y ella jamás se preocuparon por el dinero ni por enriquecerse, su fortuna se estima entre los 2.000 o 20.000 millones de dólares). Se refugiaron en Egipto, en Marruecos, en México, Bahamas o Panamá antes de conseguir el permiso de Estados Unidos para que su marido se tratase allí. Fue en vano. Reza Pahlevi, el último emperador de Irán, murió en Egipto en 1980, poco más de un año después de haber tenido que abandonar su país. El presidente de Egipto, Anuar el Sadat, que los había recibido con cariño y respeto, fue asesinado en el 81. Farah se estableció en la costa este de Estados Unidos con sus hijos, el mayor convertido en titular de un trono que nunca heredaría. El resto de la vida familiar no fue fácil, y sus dos hijos menores acabaron suicidándose, víctimas de ladepresión y de las adicciones, algo de lo que su madre siempre ha culpado al exilio.

Cada vez queda menos gente que recuerde la corte real en la que vivió Farah Diba o incluso los tiempos anteriores a la república islámica. La reina Fawzia también tuvo que exiliarse después de la revolución de Nasser que derrocó a su hermano, pero pudo volver a Egipto en los años 70, donde murió en 2013. Soraya Esfandiary ya había fallecido en 2001. Su querido hermano Bijan murió días después que ella, con lo que la fortuna de ambos pasó al chófer y secretario personal de Bijan. “Rara vez cuando se muere un personaje te llevas un disgusto, porque la mayoría son fantasmones”, escribió entonces Vilallonga, “pero Soraya era una persona entrañable, todo el mundo la adoraba y los franceses especialmente. Para ellos era como el Arco del triunfo”. Hoy, a los 80 años y tras 40 lejos de Irán, Farah sigue teniendo esa aureola legendaria de emperatriz en el exilio, de historia viva que se niega a desaparecer. Tras la revolución y ya después de la muerte de su marido, diría en una entrevista: “Tengo el sentimiento de haber participado en un juego del que no he acabado de comprender las reglas”.

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