"El destino ha querido que La Traviata sea la ópera que abra el teatro. Sin darnos cuenta haremos una obra que tiene mucho que ver con el coronavirus, porque estamos hablando de la tuberculosis y de la medida que se tomó para frenarla, el distanciamiento". Las palabras pertenecen a Ovidio Ceñera, jefe del departamento de vestuario y caracterización del Teatro Real. Este miércoles, sus butacas volverán a acoger al público tras cuatro meses vacías. Lo hará con la composición de Giuseppe Verdi bajo la batuta de Nicola Luisotti y Luis Méndez Chaves con el concepto escénico de Leo Castaldi. Todas las localidades de las 27 representaciones programadas (del 1 de julio al 29) ya están agotadas. Si la naturaleza regresó a su estado durante el confinamiento, la sociedad vuelve ahora al arte.
Estrenar una ópera en la nueva normalidad ha supuesto un reto creativo para un equipo que ya rompe las fronteras de la imaginación de forma habitual. "Tendríamos que haber presentado una Traviata que venía de la Ópera Nacional de Holanda. Pero era una ópera con muchísimo abrazo y beso, mucho movimiento escénico… y era imposible hacerla", nos explica Ceñera desde su despacho, entre bocetos y retales. "Queríamos volver y no solo estar trabajando con el teatro cerrado, sino que el público pudiera ver algún tipo de espectáculo, así que decidimos hacer una Traviata ‘a nuestro modo", revela con entusiasmo. "La única manera de llevarla a cabo era manteniendo todos los protocolos".
La ilusión por recibir al público se percibe en cada una de sus frases. "Estamos con muchísimas ganas por volver a darnos a la gente. Un teatro cerrado no tiene ningún sentido. Con que haya una persona que se siente en el patio de butacas, para nosotros es suficiente. Viendo el ensayo, no puedes más que llorar de la emoción, sobre todo sabiendo el esfuerzo tan enorme que supone".
Todos, desde las costureras hasta los protagonistas, se han volcado en sacar adelante la producción. "Llamábamos a los cantantes para ver si nos confirmaban, y no dudaba nadie. El problema era cómo podían llegar a España. Hubo algunos que nos propusieron venir conduciendo desde Croacia o Viena. Nos decían: ‘No hay ningún problema, si los aviones no van, yo me voy con mi familia en coche’. Es muy fuerte que un cantante te diga eso, además de la talla de los que están en esta Traviata", cuenta conmovido. "Los que venían de Estados Unidos se encontraron con muchísimos problemas. Hasta el 21 de junio no empezaron a aterrizar los primeros".
Ceñera nos conduce a través de los pasillos laberínticos hasta llegar al escenario. Antes de entrar, un futurístico dispositivo nos mide la temperatura corporal. Una vez comprobado que estamos fuera de peligro, atravesamos las pesadas cortinas de terciopelo negro. En el espacio reina el silencio: están probando las luces y nada puede perturbar a los especialistas. Abajo, los atriles de la orquesta esperan vacíos. Han ampliado el foso eliminando varias filas de butacas para que los músicos puedan tener más espacio. En el escenario, una cuadrícula de líneas blancas divide el suelo. "Será un concierto semiescenificado. Cada miembro del coro estará separado dos metros del otro, y los cantantes estarán en unas islas sin poder tocarse ni desplazarse", explica. "El montaje está tan bien logrado, que cuando cae el telón, crees que los intérpretes se han movido sin parar".
La nueva normalidad ha introducido algunos cambios en las rutinas del teatro. Los turnos se han dividido, y los camerinos compartidos ahora disponen de más espacio. Todas la ropa, además de lavarse tras cada función como habitualmente, se colgarán en habitaciones equipadas con lámparas de luz antigérmenes.
Las prendas que lucirán los intérpretes de la Traviata invaden varios pasillos de la planta de vestuario y caracterización –es el equipo más grande del teatro– en una visión onírica de brocados y sedas salvajes. Entre las piezas más espectaculares están un vestido estilo años veinte en satén dorado y encaje negro, y un precioso kimono amarillo con flores bordadas. "Acaba de venir del tinte. Lleva desde el 2008 guardado y está impecable. Lo hicimos para una obra en 2003 y desde hace 12 años había estado en el almacén", presume orgulloso mientras nos enseña el kimono.
El papel protagonista, Violetta Valéry, la cortesana que celebra haberse recuperado de la enfermedad con una fastuosa fiesta, lo asumirán cinco cantantes a lo largo de las 27 funciones. Además de otras creaciones la rusa Ekaterina Bakanova llevará un maravilloso traje de silueta bar en organza color marfil confeccionado por las costureras del teatro; la letona Marina Rebeka un diseño en seda morada en manga larga y puños estampados, una sobrecapa y cola de tul blanco traída por ella misma, y un fabuloso traje en rojo cardenal; y la zaragozana Ruth Iniesta lucirá el mismo kimono pero en azul. La riqueza del color se acaba al continuar por el pasillo, ocupado por el guardarropa del coro en camisas y chaquetas en escala de grises.
"La gente verá un espectáculo sencillo pero muy bonito, y sobre todo muy emotivo. Queremos que la gente se olvide de todo con esta música y estos cantantes maravillosos", revela Ceñera. "En el vestuario habrá un punto de improvisación. No porque no haya habido tiempo, sino porque hemos hecho mezcla de estilos, trajes. De repente aparecerá un señor vestido de los años treinta y el de al lado lucirá un traje actual comprado en Zara o Mango. La idea era utilizar parte del vestuario que tuviéramos en nuestros almacenes. Tenemos más de 8.000 prendas y más de 25 producciones enteras. En todas había algo que podíamos usar".
Su oficina está decorada con bocetos, retales de tejidos, un retrato de María Callas, e imágenes de su vestuario para óperas de la talla de Madame Butterfly. "Guardo unos recuerdos maravillosos de Madame Butterfly. La figurinista fue Franca Squarciapino, una de las más grandes del mundo –ganó un Oscar por Cyrano de Bergerac–.Tenía un sobrino de mi edad y nos hicimos amigos. Juntos hemos hecho cuentos de Hoffmann, Tristán e Isolda, Don Giovanni…"
Apasionado por su trabajo pero con los pies en la tierra, Ceñera cuenta que todo en su vida ha sido una casualidad. "No tengo ningún título relacionado con el vestuario. Soy licenciado por la RESAD de Madrid en arte dramático", insiste. Sus inicios fueron como actor en los ochenta, una carrera que compaginó con trabajos en figurinismo. "Una de las asignaturas de la carrera era vestuario y escenografía. Mi profesor era Francisco Nieva y decía que se me daba bien. Comencé a trabajar con él y con su ayudante, que se llamaba Juan Antonio Cidrón". El primer espectáculo donde trabajó fue Ligazón de Valle Inclán en el Teatro Español. Tras varios proyectos al lado de grandes como Pedro Moreno, aterrizó al Teatro Real y acabó siendo jefe de sastrería y caracterización. "Yo nunca tuve esa ilusión porque nunca pensé en estar aquí. Para mí es algo circunstancial. Creo que hago bien el trabajo porque llevo muchos años dedicándome a esto. Se me da bien echar el ojo a la gente, lo que he hecho bien ha sido seleccionar a la gente que trabaja conmigo. Hay cosas que yo no sé arreglar, pero sé a quién tengo que llamar para que lo solucione", apunta.
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En la actualidad dirige una plantilla de alrededor de 70 personas que ocupan una planta entera del teatro –es el único departamento que requiere esa cantidad de espacio. "Siempre intento que el vestuario se haga aquí, porque hay un nivel muy alto de confección, tengo gente maravillosa que corta y que cose, y me gusta que nos luzcamos". Además de los artesanos y creativos de la casa, muchas veces anónimos, por su equipo han pasado estrellas como la triplemente oscarizada Sandy Powell con el apoyo del modista Lorenzo Caprile, y diseñadores como Jesús del Pozo, además de decenas de figurinistas extranjeros.
Ha vivido de todo. Desde divas que tiran la ropa al suelo porque piensan que les queda mal e insultan a los modistas, figurinistas que se presentan sin dibujos ni fotos, hasta gente que acaba llorando porque no soporta el estrés. "Una ópera puede tener 130 trajes. A lo mejor estamos haciendo tres obras a la vez. No importa los títulos que tengas, si no puedes coser rápido y hacer ese tipo de gestión, en el Teatro Real no puedes estar", sentencia.
Para sobrevivir en el oficio hacen falta talento y nervios de acero. Ceñera recuerda una anécdota al enseñarnos la lavandería. Hace unos años, a pocos días del estreno, se dieron cuenta de que todo el vestuario que habían confeccionado era inservible. El figurinista invitado se había empecinado en que todas las prendas fueran del mismo color que el fondo, y por supuesto, al probarlo sobre el escenario todo se empastaba de forma terrible. Ceñera nos lo cuenta al llegar a la lavandería. "Teníamos que teñir todo de otro color, unas 500 prendas, y que el tono quedara a retales. Dijimos: ‘Lo metemos en la lavadora y echamos aquí los polvos del tinte’. Estuvieron tres personas en esto. Una noche entera, y luego durante los demás días, desde las ocho de la mañana a las doce de la noche. No sé qué hicimos, pero los trajes salieron perfectamente teñidos. Así que decidimos colgar de aquí y por el pasillo y rociar las prendas con pulverizadores de otro tinte más oscuro. Y lo logramos".
La valiosa labor de las manos del Teatro Real se puede observar en sus almacenes, donde hiberna una parte de su archivo de vestuario y caracterización (el resto está en unas naves a las afueras de Madrid). Cientos de trajes, zapatos, bolsos, pelucas –muchas de ellas naturales, las de cabello blanco, por ejemplo, están hechas con pelo de yak– se disponen perfectamente clasificados con foto y descripción en una colección digna de exhibirse en un museo.
La Traviata será el preludio de una renovada temporada que continuará el 18 de septiembre con Un ballo in maschera, el inicio de una serie de prometedores espectáculos. "Han comenzado a llegar los materiales de la siguiente ópera, Rusalka –de Antonín Dvorák–, y el 7 de julio tenemos la primera reunión de Peter Grimes –de Benjamin Britten–, que haremos en marzo". El telón nunca cae del todo.
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