El 1 de marzo de 1932 Charles Lindbergh leía en su biblioteca cuando escuchó un ruido. No le dio importancia y siguió abstraído en su trabajo hasta que su mujer irrumpió precipitadamente: su bebé de apenas 20 meses había desaparecido. La institutriz lo había acostado unas horas antes, lo había envuelto en una manta y lo había atado para impedir que se escapase de la cuna. Revisaron la casa y los alrededores, pero no había ni rastro del bebé. Lo que sí encontraron fue un sobre blanco sobre el alféizar de su ventana. 20 minutos después llegaron la policía y los medios de comunicación: el niño que había desaparecido era el hijo del que en aquel momento era el hombre más famoso del mundo.
Lindbergh era hijo de un congresista y una química que se habían separado cuando todavía era un niño. Sin vocación por los estudios, se había volcado en la aviación, todo un boom en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial. Los aviones de combate se vendían ahora por menos de 500 dólares y servían para que decenas de jóvenes practicaran acrobacias tan temerarias como conducir un monociclo sobre las alas de un avión en marcha. Por entonces nadie podía imaginar que la aviación podía tener un uso comercial y sólo servía para divertir a las masas y publicitar productos.
Para promocionar sus propiedades y celebrar la amistad entre Estados Unidos y Francia, un hotelero de Nueva York, Raymond Orteig, ofreció 25.000 dólares al primer aviador que volara sin escalas desde Nueva York a París o viceversa, una suma importantísima para la época. Lindbergh fue uno de los que se apuntó. De los de ocho que lo intentaron sólo cuatro sobrevivieron. Era una gesta que parecía imposible, pero tras 33 horas de vuelo, sin paracaídas, sin apenas visibilidad y sentado en una incómoda silla de mimbre para evitar dormirse, El espíritu de San Luis –en honor del lugar de residencia de los constructores– aterrizó en las inmediaciones del aeropuerto de Le Bourget, cerca de París. Aquella hazaña fue, sin lugar a dudas, una de las más importantes y trascendentales de la historia de la aviación moderna.
Cerca de 150.000 personas estaban esperando su llegada. Cuando volvió a EEUU realizó una gira por el país y fue visto por 30 millones de estadounidenses. Uno de cada cuatro de sus conciudadanos le vio en persona. Era el héroe de América. Alto, más de 1,90, rubio y guapo, con un hoyuelo en la barbilla: el galán que Hollywood había soñado.
Durante una estancia en México invitado por el embajador de Estados Unidos conoció a la hija de este, Anne Morrow, licenciada en Filosofía y Letras por el Smith College y escritora .Su padre, aristócrata y millonario, sentía menos admiración por la inteligencia de su hija que ansias de verla casada y aquel hombre de tan buena planta parecía el tipo ideal. Lindbergh pensó lo mismo. "Mi mujer ideal procede de una familia sana. Habiendo sido criado en una granja de animales, soy plenamente consciente de la importancia de la herencia", declaró. También le parecía un requisito importante que le gustase volar. A Anne, ansiosa de librarse de las convenciones sociales y con más interés por salir de su casa que por el amor romántico, le encantaba y juntos formaron la gran pareja de los cielos. La prensa se volvió todavía más loca: su “Lindy” había encontrado el amor. La imagen de la pareja volando en su propio hidroavión, el Lockheed Sirius, y aterrizando en Siberia, China o Japón derretía a los estadounidenses, "El Aguila Solitaria y su compañera", les llamaban. Anne aprendió a navegar, a operar una radio y a pilotar un avión. En 1930 se convirtió en la primera mujer que obtenía una licencia de piloto de planeador en los Estados Unidos.
Pero Lindy, cuyos genes nórdicos le hacían ser mucho más reservado y menos afable que sus compatriotas, quería mantenerse fuera de los focos. Se retiró a una granja en las afueras de Nueva Jersey para desesperación de una prensa que tardó más de un mes en enterarse de que su pareja favorita había tenido descendencia. Pero en cuanto fueron conscientes, la imagen de aquel bebé que había heredado los rizos rubios y el hoyuelo en la barbilla de su padre copó todas las portadas.
20 meses después de su nacimiento, Charles Augustus Lindbergh Jr. estaba en paradero desconocido. Su padre, escopeta en mano, rastreó los cientos de hectáreas de la propiedad que habían construido como una fortaleza, no halló ni rastro del niño, pero sí un sobre blanco. Cuando Lindbergh leyó un mensaje escrito con mala caligrafía y un inglés deficiente que un par de filólogos atribuyeron a un alemán, descubrió que su peor pesadilla se había hecho realidad: el pequeño Charles había sido secuestrado. Para liberarlo se exigía el pago de 50.000 dólares en certificados de oro, de precio más estable que el dólar. La desaparición del bebé más famoso del país desató un huracán en Estados Unidos y la búsqueda movilizó a media nación. Desde el presidente Herbert Hoover hasta el gánster Al Capone, que desde la cárcel puso al servicio a su red de informadores. No fue la única ayuda que se les ofreció: la millonaria socialité Evelyn Walsh McLean, propietaria del fantástico diamante Hope, ofreció 100.000 dólares por una pista que resultó falsa.
Desde el principio se sospechó que el secuestrador podría ser alguien del personal y los sirvientes fueron investigados. Cuando la criada Violeta Sharpe apareció muerta tras ingerir el líquido de abrillantar la plata, el crimen parecía estar a punto de resolverse. La muchacha, que estaba a punto de casarse con el mayordomo de los Morrow, no había podido explicar dónde estaba la noche del secuestro. Cuando la presionaron acabó reconociendo que había pasado la noche con un hombre que había conocido aquel día. Incapaz de superar la vergüenza se suicidó.
La lista de charlatanes y aprovechados que intentaron aprovecharse de los Lindbergh era infinita. Por eso resultó curioso que le diesen credibilidad a un profesor jubilado llamado Joseph Condon. Condon publicó un anuncio en la prensa en el que ofrecía 1.000 dólares a quien entregase el niño con vida. Alguien respondió y aportó una prueba irrefutable: la ropita que el pequeño Charles llevaba esa noche. El dinero fue abonado –por supuesto estaba previsto poder seguir su recorrido–, pero el bebé no fue entregado.
Casi tres meses después, un camionero que abandonó su ruta para aliviar la vejiga se adentró en un bosque cercano a la mansión de los Lindbergh y halló el cuerpo de pequeño. La autopsia confirmó que había fallecido la misma noche del secuestro: el ruido que Lindbergh escuchó mientras leía en la biblioteca había sido el de un escalón roto, tras perder el el quilibrio el secuestrador había dejado caer involuntariamente al bebé.
Dos años después un coche paró a repostar en una pequeña estación de gasolina y cuando su conductor abonó el importe, saltaron todas las alarmas: había pagado con los bonos del rescate. Tras seguir el rastro a la matrícula la policía llegó a su casa e identificó a Bruno Richard Hauptmann, un ex militar alemán, carpintero y ex convicto, casado y con hijos. Durante el registro encontraron en su almacén madera similar a la de la escalera y los bonos. Hauptmann lo negó todo y afirmó que esos bonos habían sido la herencia de un amigo fallecido.
Los medios lo llamaron ‘el juicio del siglo" y Hauptmann "el hombre más odiado del mundo" y’el réptil más asqueroso que haya reptado sobre la tierra’. El alemán estaba condenado desde el principio, sus compañeros de la fábrica afirmaron que aquel día no había ido a trabajar. Condon aseguró que era el hombre al que había entregado el dinero y un testigo declaró haberlo visto rondando la casa de los Lindbergh. Hauptmann fue declarado culpable de homicidio en primer grado y condenado a muerte. Si Hauptmann hubiese aceptado su culpabilidad, la condena habría sido a cadena perpetua, pero se mantuvo firme en su inocencia. Su abogado intentó demostrar que de haberlo hecho, no lo habría hecho solo. Nadie dudaba de su implicación, las pruebas eran demoledoras, pero pocos creían que aquel hombre tosco y sin formación pudiese haber urdido un plan que implicaba conocer las rutinas de los Lindbergh. Pero Hauptmann no implicó a nadie, mantuvo su inocencia hasta el final. El 3 de abril de 1936 fue ejecutado en la silla eléctrica en la prisión estatal de New Jersey ante 50 testigos.
Charles y Anne Lindbergh no estaban entre ellos. Habían abandonado el país tras recibir amenazas contra su segundo hijo y hartos del acoso de los medios de comunicación y los oportunistas que trataban de lucrarse gracias a su desgracia. Durante el juicio se llegaron a vender réplicas de la escalera que se utilizó en el secuestro e incluso falsos mechones de cabello del bebé.
La pareja se instaló en Inglaterra y Lindbergh se dedicó a viajar por Europa evaluando las fuerzas aéreas de los distintos países. Y ahí empezó su inesperado idilio con Alemania. Allí encontró el orden y la perfección que tanto ansiaba. El flechazo fue mutuo y hasta recibió una medalla de las manos del mismísimo Goering. Con la guerra en Europa en su apogeo y los británicos siendo destrozados desde el cielo por los aviones alemanes, su gesto fue visto con suspicacia por los mismos que lo habían vitoreado. Bajo el lema America First intentó que Estados Unidos se mantuviese fuera de la II Guerra Mundial. No consideraba que los judíos fuesen verdaderos americanos y no creía que hubiese que interferir en la política de Europa. Cuando sobre su figura sólo había descrédito, el bombardeo de Pearl Harbor propició la entrada del país en guerra y se convirtió definitivamente en un paria. Lindbergh había sido el héroe de América y el hombre más desdichado, pero la admiración y la compasión se habían hecho añicos, su figura fue relegada y el ejército, incapaz de confiar en él, le impidió luchar contra Alemania.
Mientras tanto Anne pasaba nueve meses al año sola, criando a seis hijos y escribiendo. Su novela Regalo del mar, un libro que mezclaba la autoayuda con una suerte de feminismo doméstico, se convirtió en uno de los libros más leídos de los años cincuenta. Estuvo en la lista de best-seller de no ficción de The New York Times durante 80 semanas y se vendieron más de cinco millones de ejemplares. También firmó más de 20 libros de prosa y poesía y unos diarios que dieron cuenta de su fascinante vida como pionera de la aviación. A pesar de haber sido muy valorada por la crítica, su obra fue opacada por su vida y, sobre todo, por la de su marido. A esas alturas su matrimonio ya estaba definitivamente roto y sólo les unían sus hijos; incluso se rumoreó que ella había tenido un breve romance con otro piloto famoso, Antoine de Saint-Exupéry, el autor de El Principito.
A pesar de su separación física y emocional, Anne acompañó a Charles también en su siguiente pasión: la conservación de la naturaleza. La familia se trasladó a Hawaii desde donde Charles se dedicó a rescatar animales en peligro de extinción. Antes de morir el 26 de agosto de 1974, declaró "prefieroun pájaro antes que a cualquier avión”. Fue enterrado sin zapatos y sin botones porque no quería contaminar la tierra y su único deseo fue que al final de sus días Anne fuese enterrada con él.
Lindbergh falleció con la certeza de que el asesino de su hijo había pagado su culpa, pero en 1981 el FBI contradijo los resultados de la investigación oficial. Según archivos desclasificados en el dinero había huellas que no pertenecían a Bruno, los compañeros de trabajo habían sido extorsionados para declarar que el carpintero no había ido a trabajar, la madera similar a la de la escalera había sido plantada por la policía,las pruebas grafológicas no eran concluyentes, Condon no le había reconocido como el secuestrador al que había entregado el dinero y el testigo que afirmaba haberle visto rondando la casa de los Lindbergh era legalmente… ciego. La hipótesis que su abogado había mantenido durante el juicio no era una mera estrategia, Hauptmann probablemente había estado implicado, pero no había actuado solo. También se puso en duda la autopsia e incluso el reconocimiento de un cuerpo tan degradado que fue imposible dictaminar si era un niño o una niña. Esto abrió la puerta a la posibilidad de que aquel cadáver no fuese el del pequeño Charles. Dos hombres se presentaron como el hijo perdido de Lindbergh, uno afirmaba haber sido secuestrado y criado por la criada de la casa y otro contaba que una familia del norte de Michigan lo había rescatado de una barca. Ninguno sacó ni un céntimo de la historia. La chapuza en que se convirtió la investigación provocó que se promulgase la Ley Lindbergh por la que a partir de entonces los secuestros serían investigados por el FBI.
No fue la única sorpesa que recibió Anne. En 2003 se descubrió que las zonas oscuras de su marido iban más allá de su ideología: el orgulloso padre de seis hijos, tenía realmente 14 –siempre había dicho que le gustaba criar y estaba muy orgulloso de sus genes suecos– y Anne Morrow no era su única mujer, en Europa había al menos tres más, tres familias para las que también era marido y padre. Y no fue un rumor, el ADN confirmó esos parentescos. Durante aquellos viajes infinitos que mantenían a Lindbergh separado de sus hijos “oficiales”, el piloto compartía su vida con Brigitte Hesshaimer, una sombrerera de Múnich con quien permaneció durante 17 años y tuvo cuatro hijos. Su correspondencia dejó constancia de su amor. También dejó constancia del amor por la hermana de Briggite, Marietta con quien tuvo otros dos hijos, y también con su secretaria personal Valeska que fue quien le presentó a las hermanas Hesshaimer y con quien tuvo dos hijos más: "Era un hombre con tres amantes, y una esposa" escribió Rudolf Schröck en The Double Life of Charles A. Lindbergh.
Cuando Anne murió en 2001, fue cremada y sus cenizas esparcidas en New Jersey. "El Águila Solitaria" pasará solo toda su eternidad.
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