Según Virginia Giuffre, una de las afectadas por la red de explotación sexual del millonario Jeffrey Epstein, Ghislaine Maxwell era una pieza esencial en el entramado. Era Maxwell la que captaba a chicas como ella para que, según sus declaraciones, ricos y poderosos como el príncipe Andrés mantuviesen encuentros sexuales. Maxwell, una socialite de origen británico que aparece en todas las fotos de las fiestas más exclusivas de las últimas tres décadas, llevaba años señalada. Pero se había librado de la primera ronda de juicios, los que determinaron hace una década que Epstein era, efectivamente, un depredador humano de la peor calaña.
Sin embargo, aquella primera ronda judicial se cerró en falso. Epstein fue condenado a 18 meses por prostituir a una menor de 18 años, sentencia que cumplió en una lujosa residencia privada, y Maxwell pudo continuar con su vida como si nada.
En 2012, fundó una ONG medioambiental con la que seguir celebrando fiestas de recaudación de fondos. Fue a juicio con Giuffre en 2015 por difamación, y trató de silenciar a la joven con un acuerdo extrajudicial. Pero, tras volver a estallar el caso Epstein en verano de este año, Maxwell se esfumó: cerró su fundación una semana después de que estallase el caso, y desde entonces nada se sabe de ella a ciencia cierta.
Es, de momento, el último capítulo de una historia que se inició en 1991. Ese año, el polémico empresario checho nacionalizado británico Robert Maxwell, fallecía en noviembre en las aguas de las islas Canarias, tras caer al Atlántico desde su yate, el Lady Ghislaine. El nombre de la menor de sus nueve hijos, su favorita.
Ghislaine Maxwell, nacida en 1961, se ocupó del papeleo en Tenerife en un par de Concordes, y se refugió del golpe en Nueva York, donde había trasladado su residencia ese año. Y del colapso de los negocios familiares: en los ochenta, su padre -que tenía lazos con los servicios de inteligencia israelíes- se había hecho con el control del grupo Mirror, editores del Daily Mirror y otros medios. Tras su muerte, se descubrió que había desviado buena parte de los fondos de pensiones del grupo para mantener susnegocios y estilo de vida a flote. Los hermanos de Ghislaine que aceptaron la herencia empresarial tuvieron que declarar la bancarrota en 1992. El fraude superaba los 440 millones de libras de la época: el futuro de más de 32.000 personas.
Tras una infancia de lujo entre algodones -y en las 53 habitaciones de la mansión familiar-, Ghislaine había ido consiguiendo de su padre todo lo que deseaba: ser la reina social de las fiestas londinenses, vivir los locos años universitarios en Oxford, publicar lo que quería en uno de los medios del grupo editorial, y hastacontar con una empresa ruinosa creada para ella en Nueva York dedicada a los regalos muy, muy caros. Para que pudiese penetrar fácilmente en el grupo de los muy ricos, muy lujosos, algo menos famosos, siempre exclusivos, socialites neoyoquinos. Era amiga de Ivana Trump, de los Khashoggi, de los Clinton. Era amiga de todo el mundo.
"Era mi mejor amiga". Eso decía Epstein de ella cuando aún no había estallado la trama y el financiero era la figura del éxito: un hombre que sólo trabajaba con milmillonarios, que prestaba su jet privado a los famosos y a los políticos, y que reconocía, a sus 41 años, tener "muchas mujeres jóvenes" en su vida, pero sólo una Ghislaine Maxwell. Ghislaine no cobraba un sueldo. Ghislaine no tenía un trabajo fijo para Epstein. Ghislaine era mitad madre, mitad asistente personal y toda la vida de Epstein pasaba por su agenda. Nadie sabía de qué vivía Ghislaine Maxwell, que se confesaba "en paro" en todos los documentos oficiales, y que se hizo legendaria desde los tiempos londinenses por no llevar nunca dinero en efectivo. Pero todo el mundo señalaba a Epstein. En aquel perfil de 2003, se reconocía que Ghislaine Maxwell llevaba frecuentemente "modelos" y "mujeres jóvenes" a encuentros con Epstein, el dueño del mayor pisito de soltero de toda Nueva York. Pero también le buscaba profesores de yoga, retratistas y todo lo que necesitase el financiero. Y chicas. Muchas chicas.
Pero Maxwell tenía su propia vida pública. Aunque Epstein y ella eran inseparables, las pilas de Maxwell daban para acudir a todos los saraos, fotografiarse con Mick Jagger, acudir a todos los desfiles y abrazar a los diseñadores, y pasar las vacaciones con Donald Trump y su nueva novia, una tal Melania, en Mar-A-Lago. Enjoyada y rutilante, Maxwell era una de las grandes presencias de Nueva York, y podía llamar a todos los timbres. Algo que, como reconocieron dos de sus acusadoras -que ahora mismo se cuentan por decenas-, le facilitaba poder dirigirse a cada cara bonita y aniñada que se cruzaba en la Gran Manzana. Prometía fama y riquezas. La realidad era muy distinta.
En el último lustro, Maxwell se ha dedicado a judicializar y difamar cualquier mínima acusación contra su nombre. Una estrategia que le funcionó bien hasta el estallido final de Epstein y su muerte en prisión. Desde entonces, los rumores la han señalado en varios continentes y algunas de las múltiples propiedades de amigos o familiares, pero nadie -ni el FBI- sabe dónde está o qué planea la persona que -y esto es innegable- mejor conocía y gestionaba la vida y la agenda del monstruo Epstein.
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