Aprender de los hijos

El rey de la casa.

Hoy estaba recogiendo el cuarto de Junior en ese momento de paz que tengo cada día mientras se cuecen las lentejas y he advertido una audacia extraordinaria. Encima de cada una de las copitas de plástico de su vajilla fake había incrustado un cilindro de madera perteneciente a otro ajuar distinto de juguetes. Fue un entretenimiento al que llegó por su cuenta. Su objetivo, me digo tirando de perspectiva, seguramente fue conseguir que todos los elementos que tenía a su alcance encajaran de alguna manera.

Con ese psicoanálisis de todo a 100 ya resuelto, he procedido a desarmar ese cementerio indio efímero solo para que pueda volver a conectar los universos de sus universos otra vez por la tarde de una manera novedosa. Se encontrará todo ordenado, separado por cajas de dinosaurios, cajas de playmobils, cajas de animales domésticos, cajas de animales de granja y cajas de ladrillitos con dientes. Y le dará igual que algunos pertenezcan a ecosistemas distintos que no llegarían a tocarse en condiciones normales. Los hombres nunca coincidieron con los dinosaurios, así que es improbable que un G.I.Joe haya cabalgado un tricerátops alguna vez, pero eso a él no le importa porque en su mundo todo es más sencillo. Y mira tú por dónde: si a He-Man le abres las piernas lo suficiente, es capaz de estrangular a Mr. Potato con la fuerza de sus cuádriceps.

El primer conflicto que tuve con esto fue cuando vi Un día inolvidable, la comedia noventera con ecos de los 40 protagonizada por George Clooney y Michelle Pfeiffer, en la que esta última, arquitecta de profesión, llegaba con la lengua fuera a la presentación de un concurso inmobiliario con una maqueta medio rota y atrezada por un coche metálico de su hijo que llevaba por casualidad —o porque es imposible no llevar coches metálicos pequeñitos en cada uno de tus bolsillos si tu hijo tiene entre tres y los siete años—. Ese automóvil amarillo mostraba al viejo mandamás que debía soltar la guita cómo quedaría su nuevo edificio con tráfico real y gente alrededor, pero a mí siempre me ha alterado muchísimo que sus ruedas fueran tan grandes como un árbol y ocupara media manzana entera.

Tampoco soy capaz de asumir de buen grado que las distintas construcciones de los Legosse rijan por distintas escalas, sobre todo cuando enfrentas unas pocas de ellas. No concibo que el Halcón Milenario sea apenas tres centímetros más largo que el tren que llevará a Harry Potter hasta Hogwarts o que una reproducción con los cuatro principales edificios de Nueva York sea más pequeña que cualquier todoterreno macarra de los Ninja-Go. En todas esas construcciones te regalan muñequitos del mismo tamaño y esa es una versatilidad que me indigna.

Mi muchacho, por ser hijo único, tiene que imaginar sus propios mundos, y si andamos solos en casa, cuando no quiere que lo persiga dando vueltas por el salón o reclama que cortemos plastilina juntos en un ejercicio automático y silencioso, es capaz de concentrarse en labores exentas de todo objetivo como poner todos los peluches en fila o pintar las paredes de manera rupestre —casera que me estás leyendo, que sepas que guardo un cubo con el tono exacto con que pintaste la pared la última vez, así que, tranquila—. Y son esos entretenimientos inútiles los que me dicen que su pérdida de tiempo es a la vez la esperanza de todas las cosas. Su margen para gastarlo es literalmente infinito, todo lo contrario que el mío.

A punto de cumplir los 40, aún soy incapaz de descifrar de qué me sirvió aprender a resolver matrices en COU o adivinar en qué punto cortaba una recta a un plano en el espacio. He llegado a ganarme la vida de manera decente sin aprender a resolver ni una sola de las integrales que intenté hace ya 20 años cuando me examinaba Don Juan Ramón. Por una parte pienso que soy un fraude —síndrome del impostor—, pero por otra creo que es muy fácil concretar una travesía vital razonable sin que el agua de los días sobrepase la altura de nuestro cuello. A lo mejor nos lo pusieron muy difícil para que todo lo de después no nos pareciera imposible. Es por eso que cuando mi hijo me dice que no quiere hacerse mayor, yo aprieto los puños muy fuerte mientras cierro los ojos durante un par de segundos esperando que lo consiga.

Muchas veces, al amparo de un gin tonic y de cierto cinismo, he llegado a expresar en voz alta a otros humanos que esa descripción buenista con la que muchos otros padres se despachan al decir todo lo que aprenden de sus hijos a diario no son más que mantras de autoayuda o gritos de aceptación que buscan likes en Instagram por tanta humildad, pero ahora que el café aún humea y siento algo de paz, entiendo que lo que en realidad sienten es añoranza por una época en que las cosas era tan sencillas como encajar unos juguetes que no fueron ideados para bailar juntos, pero cuya conjunción milagrosa nos trae de vuelta una inocencia que creíamos desaparecida.

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