Estoy a punto de cumplir 40 años y mi hijo solo suma tres. Cuando mi madre tenía mi edad, yo ya llevaba dos meses estudiando en la universidad. Me contaba el otro día una amiga escritora, de 36, que pertenecemos a esa generación que ha visto cómo se nos estrellaban los sueños delante de nuestras narices. "Yo antes miraba la vida de mi madre y pensaba: ‘Vale, con 26 me compraré un piso y tendré un hijo’ o ‘Con 20 me caso’. El karma aún se está riendo de mí", resumía.
Jamie Redford, hijo mayor del actor y director Robert Redford, falleció el pasado 16 de octubre a los 58 años. Perteneciente a la quinta de mis padres, él había hecho los deberes a tiempo y no le tocó perseguir a sus muchachos por toda la casa para ponerles los pantalones con el consiguiente dolor de espalda que yo arrastro (pausa para que el lector que sabe de lo que hablo asienta). Tuvo a su hijo Dylan a los 29 y a su hija Lena a los 32. Entonces ya estaba enfermo de colangitis biliar y requirió de dos trasplantes de hígado para sobrevivir durante tres hermosas décadas más.
"Al enfrentarme a la muerte tan joven, tuve muy clara una cosa: quería vivir lo suficiente para que Dylan me llegase a conocer". Es una frase extractada de la entrevista que de él publicamos a modo póstumo en este número. Conocer al padre, vaya tarea inabordable. Tanto como conocer a los hijos, aunque a los hijos, si todo va bien, nunca se les llega a conocer del todo.
Me vienen a la cabeza dos películas emocionantes: Mi vida (Bruce Joel Rubin, 1993) y Mi vida sin mí (Isabel Coixet, 2003), que ahondan en la idea de Jamie. Enfermos Michael Keaton y Sarah Polley respectivamente desde el inicio de sendas tramas, el uno le grababa cintas de vídeo a su hijo no nato y la otra, casetes por sus cumpleaños hasta que sus dos hijas cumplieran los 18. Es un principio de transferencia lógico. Frente a la impotencia de no durar un poco más y seguir marcando la senda se nos apelotonan los consejos y las recomendaciones para que los raspones que nos da la vida les pillen con el botiquín a mano.
"Vivimos con el cronómetro puesto la mitad inicial de nuestra vida y con la cuenta atrás la siguiente en un estrés irreconciliable"
Vivimos con el cronómetro puesto la mitad inicial de nuestra vida y con la cuenta atrás la siguiente en un estrés irreconciliable. Primero por hacernos mayores para poder entrar en discotecas y disponer de dinero; después añorando lo felices que éramos mientras no teníamos un duro ni acceso a los guateques. Decía el recién desaparecido Quino: "La vida debería ser al revés. Se debería empezar muriendo y así ese trauma está superado; luego te despiertas en una residencia mejorando día a día… Después te echan de la residencia porque ya estás bien, ¡y lo primero que haces es cobrar tu pensión! Luego en tu primer día de trabajo te dan un reloj de oro… Trabajas 40 años hasta que seas lo bastante joven como para disfrutar de tu retiro laboral; entonces vas de fiesta en fiesta, bebes, practicas el sexo y te preparas para empezar a estudiar. Luego empiezas el colegio, jugando con tus amigos sin ningún tipo de obligación, hasta que seas bebé. Y te pasas los últimos nueve meses flotando tranquilo, con calefacción central, servicio de habitaciones, etc. Y al final abandonas este mundo en un gran orgasmo!". Sin tanta gracia pero sí con mucha técnica ahondaba Fitzgerald en lo mismo cuando escribió El curioso caso de Benjamin Button. La vida sin vértigo. ¿Sería vida?
No conocí a Jamie Redford, pero me mantuve en constante contacto con su familia y con uno de sus mejores amigos —el escritor David Sheff, autor del best seller Beautiful Boy, que glosa su figura en nuestras páginas— desde que decidimos destacarlo por su lucha medioambiental hace casi medio año. Un tiempo en el que se fue apagando, dejando tras de sí un rastro de bondad y un legado celebrado por todos los que se cruzaron con él. A veces bastan cinco minutos para conocer a una persona y enamorarse de ella. Otras no hace falta siquiera conocerla para fascinarse, como me ha pasado a mí con el hijo mayor de Robert. Dylan compartió 29 años con su padre y Lena, tres menos. Es muchísimo tiempo si lo dividimos en todos esos momentos decisivos que compartimos con nuestros seres queridos y que acaban forjandonuestro carácter. Poquísimo cuando lo comparamos con las largas convivencias intergeneracionales ajenas a la enfermedad y con la vida infinita de las estrellas que nos alumbran y donde él habita ahora.
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