La desgraciada vida de Sissi, una historia de mala suerte

La Nochebuena de 1837, en el Herzog-Max-Palais de Múnich, vino al mundo Isabel Amelia Eugenia de Wittelsbach, la única razón por la que el emperador Francisco José I de Austria fue capaz de contradecir una decisión de su madre, la archiduquesa Sofía. Sissi Amelia Eugenia fue la tercera de los ocho hijos del duque Maximiliano y la princesa real Ludovica de Baviera. Ojito derecho de su padre –que la apodó, haciendo referencia al día de su alumbramiento, como ‘mi regalo de Navidad’–, Isabel se crio en un entorno sencillo alejado de las estrictas normas de la corte.

Con 15 años, y el corazón hecho pedazos por el fatal desenlace de su primer amor, Isabel acompañó a su hermana mayor Elena (Nene) a Bad Ischl, ciudad de vacaciones reales, de donde ésta volvería comprometida con su primo el emperador Francisco José según los planes de las hermanas Sofía, archiduquesa de Austria, y Ludovica, princesa por nacimiento y duquesa por matrimonio de Baviera. Con suerte cazarían dos pájaros de un disparo si las relaciones entre Isabel y Carlos Luis (hermano del emperador) –que se carteaban desde niños– se afianzaban en este balneario a orillas del río Traun. Una doble petición de mano entre primos hermanos siempre es mejor para el futuro de una dinastía que una simple alianza. El tiro les salió por la culata y la sorpresa fue mayúscula. El más obediente del cuarteto de jóvenes se rebeló contra el plan orquestado por las Wittelsbach. Se rebeló por amor y porque podía; a fin de cuentas era la máxima autoridad del Estado.

Por primera y última vez en su vida, el joven Francisco José no siguió la hoja de ruta que para él y para el imperio había diseñado su madre. Al soberano le encandilaron las maneras sencillas y algo infantiles de la segundona Sissi en vez de los finos modales de Nene, a la que su madre había educado con mayor esmero que al resto de sus hermanos confiada en que sería la única capaz, gracias a su belleza y virtudes, de firmar un matrimonio con una testa coronada europea. Isabel aceptó la propuesta de Francisco José porque, como dijo la propia Ludovica, al emperador de Austria no se le dan calabazas. A los contrayentes les unía la pasión por la naturaleza y los caballos. Nada más. El 24 de abril de 1854 la pareja se dio el ‘sí, quiero’ a las 7 de la tarde en la iglesia de los agustinos de Viena que había sido iluminada con 15.000 velas para que todos los invitados pudiesen admirar la belleza de la de Múnich. En el brillo de los ojos de la novia no se adivinaba ni un atisbo de enamoramiento.

La nueva emperatriz y reina consorte de Hungría –cuya imagen está ligada al retrato de Winterhalter en el que aparece con el vestido de Worth que llevó en la boda de su hermano Carlos Teodoro– estaba hecha para las ventajas de la corte pero no para someterse al protocolo que regía la vida en palacio. A su suegra, la archiduquesa Sofía, no le hacía gracia que la de Baviera comiese con cerveza y cenase sin guantes pero lo que realmente le traía por la calle de la amargura era la afición de su sobrina a contradecirla políticamente. Incluso públicamente.

Francisco José y Sissi tuvieron cuatro hijos; la primogénita murió siendo una niña y otro –el heredero- no está claro si se suicidó o lo asesinaron. Del cuidado de todos ellos se hizo cargo la abuela archiduquesa Sofía porque entendió que la pareja de emperadores era muy joven para saber lo que se hacía y porque ella no estaba dispuesta a desaprovechar la más mínima oportunidad de insuflar sus convicciones políticas, económicas, sociales y religiosas a los beneficiarios de un imperio. Sissi se dedicó a la caridad y a su cuidado personal hasta que en 1860 hizo las maletas y se instaló en Madeira (Portugal) con la excusa de curarse, con aires más cálidos, un problema respiratorio. Seis meses después, en mayo de 1861, volvió a Viena. Cuatro días tardó en emprender rumbo a Corfú (Grecia). Las toses habían vuelto y su vida en Austria corría peligro. Durante el viaje le entró apetito después de una semana sin probar bocado. Parece lógico que nadie en Austria la creyese enferma. Un año después Isabel se vio obligada, por la presión popular, a recuperar su agenda de consorte pero el día que no alegaba malestar general para saltarse un compromiso hacía mutis por el foro al minuto y medio en otro.

Escaqueada de sus labores disfrutó del tiempo cazando zorros en Inglaterra, haciéndose tatuajes marineros, manteniendo su peso a raya (50 kilos), su cintura en línea (50 centímetros) y escribiendo poemas satíricos sobre su familia. Su musa favorita era su nuera, Estefanía de Bélgica, a la que consideraba muy poca cosa. Tras la extrañísima muerte de su hijo Rodolfo en 1889 Isabel se vistió de luto y continuó con su vocación de trotamundos sin recaer en Viena ni para confirmar que seguía en este mundo.

Una década después Sissi fue asesinada. Lo más curioso del caso es que ella no era, en principio, la víctima que perseguía su verdugo. El 10 de septiembre de 1898 la emperatriz estaba paseando, acompañada por la condesa húngara Irma Sztaray, por la orilla del lago Lemán de Ginebra cuando un hombre tropezó con ellas. Se llamaba Luigi Lucheniy había aprovechado el choque para clavar un finísimo estilete a Isabel que casi le llegó al corazón. Ningún testigo la reconoció porque la emperatriz acostumbraba a llevar un velo azabache que ocultaba su rostro. Como estaba bien, no había que lamentar ninguna lesión más allá del susto, la consorte y sus damas embarcaron en el ferri que las llevaría al balneario de Territiet. Fue entonces, en pleno trayecto hacia la otra orilla, cuando una se desmayó y el resto advirtieron que su señora sangraba por el pecho cuando le abrieron la chaqueta para que respirase mejor. La fina puñalada medía 24 centímetros. Una hora después estaba muerta.

Luigi Lucheni se definía como anarquista y perseguía acabar, este día en concreto, con la vida de Enrique de Orleans, pretendiente al trono francés, aunque le valía arrebatársela, como demostró, a cualquiera que con su desaparición pudiese desestabilizar las instituciones y desafiar el orden establecido. El italiano era un obrero de 37 años al que varias familias de acogida le robaron la niñez obligándole a emplearse como peón y un rosario de empresarios explotadores le había entorpecido el acceso a una existencia distinta durante su vida adulta.

Lucheni formaba parte de lo que Karl Marx llamaba lumpemproletariado y la RAE define como: sector social más bajo del proletariado desprovisto de conciencia de clase. O sea que el asesino más que anarquista era un desheredado, como tantos otros, con unas infinitas ganas de venganza. Según él “amaba a los trabajadores y deseaba la muerte de los ricos”. Él confesó su crimen, fue condenado a cadena perpetua y poco después se ahorcó en prisión con la correa que usaba como cinturón por no haber sido condenado a muerte. Ya era mala suerte que en Ginebra estuviese prohibida: este contratiempo le impidió convertirse en un mártir de su movimiento. Ella fue enterrada en la cripta imperial de los Capuchinos en Viena. Compartiría descanso eterno con su suegra y encima en una ciudad donde había sido tan infeliz. Los fatales destinos de Isabel y Luigi quedaron entrelazados para siempre. El emperador Francisco José, al que Sissi hacía años que le había buscado una sustituta para que cumpliese por ella con sus deberes matrimoniales, acertó a resumir la vida de su esposa con esta frase: “¡Ninguna pena ha dejado de sufrir en la tierra!”. Sirva también para definir el paso por este mundo del obrero desdichado reconvertido en asesino certero.

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