Aunque vive en Los Ángeles, Hilary Swank y su marido están en Colorado desde que estalló la pandemia. El comienzo de la crisis sanitaria les pilló en Iowa, adonde habían viajado para un funeral. Sin coche propio, compraron uno de segunda mano para volver conduciendo a casa. En el camino, hicieron una parada técnica para descansar. Iban a ser unos días. Llevan seis meses. “Nuestra naturaleza es vivir aislados. Colaboro con grandes grupos durante los rodajes y cuando termino me gusta volver a la naturaleza. Es mi refugio, donde cargo las pilas. La experiencia de estar confinados no era nueva para nosotros”, explica por teléfono. Desde allí ha podido trabajar en sus proyectos como productora y ha estado muy activa en las redes sociales, donde ha apoyado el movimiento Black Lives Matter. “No veo los telediarios ni leo el periódico porque creo que, en ocasiones, eso solo alimenta sentimientos negativos. Estoy al corriente de la información que necesito saber y, aunque mi corazón está con la gente que está sufriendo, trato de no dejarme arrastrar por el miedo”.
Está promocionado Away, una serie de Netflix en la que lidera la primera misión internacional a Marte. Un papel que, aparte de ser un enorme reto físico (tuvo que aprender a moverse como si flotara en gravedad cero) desecha clichés sobre el liderazgo femenino. “Es una mujer muy dura y también vulnerable. Muchas veces, los personajes femeninos fuertes no lo son porque eso se percibe como una debilidad”, explica. También es una madre de familia, que tiene que dejar a su hija y su marido en la Tierra durante los tres años que durará la misión. Y eso, si todo va bien. Swank, que soñaba con ser astronauta, encontró una fuerte conexión con ella. “La familia lo es todo y también tengo una vocación. He tenido que hacer sacrificios”.
No lo dice por decir. En 2014, desapareció del mapa para cuidar de su padre, trasplantado de pulmón. Rechazó ofertas y aparcó proyectos. Ahora, su padre está recuperado y ella se ha redescubierto. “Aprendí que solo porque llevo toda la vida siendo actriz, eso no me define. Y cuidar a mi padre, acompañarle en el viaje más duro de su vida, me dio la oportunidad de explorar otra faceta de mí misma. Esos tres años fueron un regalo”. No le preocupó perder su posición: “Sabía que podía irme una temporada. Nunca se me pasó por la cabeza no volver a actuar. Siento que mi propósito en la vida es contar historias. No solo porque me hace feliz, sino porque me hace ser mejor. Mirar a través de quienes perseveran ante las adversidades me inspira”.
Creció en una caravana en la frontera de EE.UU. y Canadá, y dice que se lo debe todo a su madre. “El mayor regalo que le puedes hacer a un hijo es creer en él. Decirle que puede hacer lo que se proponga mientras trabaje duro y tenga la pasión y la habilidad de perseverar. Mi madre siempre me repitió ese mantra y, aunque me advirtió que no sería fácil, me ayudó a creer en mí misma”. Con 15 años, ambas se fueron a Los Ángeles con 75 dólares en el bolsillo. Durmieron dos semanas en un coche y compartían un trozo de pizza para cenar. Le resta dramatismo, pero fue una aventura. Empezó a encadenar papeles en películas y series, como Sensación de vivir. Poco después, se especializó en cosechar Óscar. Primero, por dar vida a un asesino adolescente y transexual en Boys don’t cry; después, por la boxeadora de Million Dollar Baby. Lo agradeció diciendo: “No sé qué he hecho para merecer esto. Solo soy un chica de un parque de caravanas que tenía un sueño”. Pero es mucho más que eso. Ahora, ella también lo sabe.
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