Hacer una entrevista en los tiempos del confinamiento y el coronavirus es una experiencia extraña. Ella en su casa de Los Ángeles; yo, en la mía de Vitoria. Nos preguntamos cómo estamos, cómo se encuentran nuestras familias, si tenemos casos alrededor. Intercambiamos palabras de ánimo, como si nos conociéramos de toda la vida. Son las siete de la mañana en California y esta es la segunda videollamada del día para la neurobióloga Cori Bargmann. “Antes he tenido una videoconferencia con 20 personas. Entre ellas, representantes de la OMS, del Instituto Nacional de Salud de Estados Unidos, de la Comisión Europea, de la Fundación Gates y de países como Singapur o India”, explica. Desde 2016, Bargmann es presidenta científica de la Chan Zuckerberg Initiative (CZI), la fundación que ese año pusieron en marcha el fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, y su mujer, Priscilla Chan. La investigadora gestiona un presupuesto de 3.000 millones de dólares para los próximos 10 años.
Durante esta crisis, la CZI ha facilitado el acceso a test a los hospitales del área de San Francisco y algunas de las herramientas de análisis de datos que han ayudado a desarrollar han servido, por ejemplo, para confirmar los primeros casos de Covid-19 en países como Camboya. Otras, como la plataforma bioRxiv, ayudan a que la información entre investigadores de diferentes países fluya con más agilidad. “Por primera vez en la historia, los científicos están compartiendo información a una velocidad increíble. En cuanto tienen resultados, los comunican. De esa manera, investigadores chinos pueden compartir información con los españoles o italianos para saber qué tratamiento funciona, qué enfermedades preexistentes son un factor de riesgo o si las embarazadas son vulnerables. La ciencia se mueve más rápido cuando compartimos información y esta crisis nos tiene que enseñar a trabajar juntos, a depender los unos de los otros”, explica Bargmann.
La tercera de cuatro hermanas, Cori creció en Athens, un pequeño pueblo del estado de Georgia. Sus padres se conocieron en Nuremberg tras la II Guerra Mundial y emigraron juntos a Estados Unidos, donde su padre se convirtió en profesor de Estadística de la Universidad de Georgia. En su casa se hablaba en alemán y se fomentaba la ciencia, el arte y la literatura. “Tenía ocho años cuando el hombre llegó a la Luna. Miraba al cielo tratando de ver el Apolo –recuerda riéndose–. Así descubrí que la ciencia podía ser muy excitante”.
Después de licenciarse en Bioquímica, Bargmann estudió los mecanismos moleculares del cáncer en el grupo del oncólogo Robert Weinberg en el MIT de Massachusetts.
Un trabajo que, años más tarde, cristalizaría en el desarrollo de un fármaco contra el cáncer de mama. “La primera vez que pisé un laboratorio tenía 17 años y me enamoré de aquel ambiente. Siempre fui curiosa y en un laboratorio aprendes cosas que nadie sabía antes. Es como una droga”, explica. Aunque dice que nunca se ha sentido discriminada, tampoco tuvo referentes femeninos. “La ciencia es dura. Haces un experimento y no sale. Vuelves a hacerlo y no sale. Piensas: “Quizá esto no se me da bien”. Y si alrededor no hay ninguna mujer, lo piensas con más intensidad”.
Tenemos que hacer que los científicos sean más eficientes, poniendo a su disposición herramientas y tecnología. Nuestra meta es condensar el progreso de los próximos 500 años en un siglo».
Más tarde, su fascinación por el funcionamiento del cerebro le llevó a hacer el postdoctorado junto al biólogo Robert Horvitz, que luego ganaría el Nobel. En su laboratorio, Bargmann empezó a estudiar el C. elegans, un pequeño gusano translúcido, famoso entre los investigadores porque fue el primer organismo multicelular del que se secuenció el genoma. Pero también porque en 1986 un grupo de científicos mapeó su sistema nervioso, describiendo sus 302 neuronas y 7.000 conexiones nerviosas. A partir de ese mapa, Cori investigó la relación entre los genes, la experiencia y el comportamiento. Y descubrió, por ejemplo, que el pequeño gusano tiene olfato y puede tomar decisiones guiándose por él. Aunque parece difícil extrapolar esos conocimientos a los procesos mentales humanos, según la investigadora muchos de los genes y mecanismos de señalización de su sistema nervioso son muy similares a los de los mamíferos.
Tras liderar su propio laboratorio en la Rockefeller University y entrar en la National Academy of Sciences, Barack Obama la nombró en 2013 asesora de la BRAIN Initiative, un proyecto para tratar, prevenir y curar desordenes o trastornos mentales como el Alzheimer, la esquizofrenia, el autismo o el daño cerebral.
Tres años después, recibió la llamada del fundador de Mark Zuckerberg, y su mujer, Priscilla Chan. Estaban a punto de presentar la Chan Zuckerberg Initiative, una fundación con la que canalizar su promesa de donar el 99% de sus acciones de Facebook a lo largo de su vida. El objetivo de la rama científica de ese proyecto era “curar, prevenir o controlar todas las enfermedades” para 2100. “Cuando Mark y Priscilla me contaron lo que querían hacer, pensé que la idea era demasiado ambiciosa. Pero me hizo reflexionar sobre lo lejos que ha llegado la medicina en el último siglo. Hace 100 años, no había antibióticos. No teníamos quimioterapia ni tratamiento para el cáncer. Tampoco sabíamos que el colesterol o la hipertensión causaban problemas de corazón y ahora tenemos fármacos baratos para prevenirlo. Por no hablar de trasplantes o terapias celulares”.
Solo en apoyo a la investigación, el matrimonio Zuckerberg se ha comprometido a donar 3.000 millones de dólares en 10 años. Ya han concedido 800 millones en becas para financiar infraestructura tecnológica, desarrollar métodos de microscopía o software de imagen. Sobre el papel, estas inversiones pueden sonar menos impactantes, pero Bargmann sabe la importancia de la inversión en ciencia básica. “Tenemos que hacer que los científicos sean más eficientes, poniendo a su disposición herramientas y tecnología. Si pudiéramos acelerar el ritmo de la ciencia, conseguiríamos condensar el progreso de los próximos 500 años en un siglo. Esa es nuestra meta”.
Uno de los proyectos más interesantes de la CZI es el Atlas Celular Humano, que pretende identificar todas las células de nuestro organismo. “Una persona tiene 30 billones de células, pero nadie sabe cuántos tipos hay ni qué cantidad hay de cada una. Por eso, estamos apoyando a científicos tanto en EE.UU. como en Europa para confeccionar esa lista y saber cómo interactúan o qué genes participan en cada tipo de célula. Lo que podía parecer un proyecto aburrido, se ha convertido en una fuente de descubrimiento apasionante”, dice. La pata científica de la CZI utiliza un enfoque más abierto y colaborativo de lo que es habitual entre las empresas de Silicon Valley, donde la propiedad intelectual se defiende con uñas y dientes. Pero la ciencia no funciona así. O, al menos, no debería. Por eso, las becas que conceden son públicas, se han comprometido a que el software desarrollado sea de código abierto y animan a los investigadores a publicar sus resultados.
“Hubiera sido feliz dirigiendo mi laboratorio el resto de mi vida, pero si se te presenta la oportunidad de tener un gran impacto, tienes que cogerla. Además, la ciencia debería ser menos competitiva y más cooperativa, los profesionales deberían tener más prestigio y estabilidad, y la investigación debería avanzar más rápido”, explica. Son las siete y media de la mañana en Los Ángeles y nos despedimos con una sonrisa y moviendo la mano delante de la cámara. Confinadas en casa, nos deseamos suerte. Porque así es la vida en los tiempos inciertos del coronavirus.
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