Se ha llegado a describir a Jessye Norman (Augusta, Georgia, 15-IX-1945 – que acaba de fallecer en Nueva York, 30-IX-2019) como «una mujer inteligente y ambiciosa que, nacida en una comunidad bautista negra de clase media y educada durante la era de los Derechos Civiles, alcanzó el estrellato internacional en la música clásica». Demasiado rígido y poco gratificante. Pero el crítico que reseñó sus memorias, publicadas bajo el título «Stand Up Straight and Sing!» (2014), reconocía haberse sentido incómodo en su presencia y aún sospechar que bajo las buenas palabras se instalaba un desfasada personalidad de «prima donna».
Efectivamente, Norman siempre conservó el porte orgulloso, grande y solemne de las grandes divas, más allá de su propia apariencia. El mundo entero lo comprendió en 1989, cuando cantó «La Marsellesa» en el bicentenario de la Revolución, junto al obelisco de la Concordia, envuelta de la cabeza a los pies por una enorme bandera tricolor con diseño del modista Azzedine Alaia. El gesto era innegablemente orgullo, aunque ella lo canalizó estupendamente desde el ideario liberal y solidario que siempre defendió: «Lo que yo canto es el resultado de mi experiencia personal y también el resultado de los ancestros de toda mi raza». Jessye Norman nunca dudó en reconocer el trabajó de quienes allanaron el camino: Marian Anderson, Dorothy Maynor y Leontyne Price, cantantes de color que supieron hacerse un hueco en el mundo de la ópera.
La carrera de Jessye Norman despunta tras ganar un concurso de canto de la Radio Bavara de Munich y residir en la Deutsche Oper de Berlín. Luego vendrá Florencia donde canta Haendel con Muti. Se presenta en la Scala con «Aida» y Abbado. Comienza a referenciarse ante personajes estatuarios, de movimientos amplios, de distante grandeza. Desde Rameau a Purcell, Strauss y Wagner. En 1983 llega al MET de Nueva York en una sonada producción de «Los troyanos» de Berlioz. También encuentra un espacio natural en el Festival de Salzburgo desde donde se han recordado las décadas de relación artística tras su debut en 1977 junto a la Filarmónica de Viena y James Levine. Norman ha sido una de las cantantes estadounidenses más condecoradas, con cinco premios Grammy, incluyendo el concedido a la carrera. Alguien comprometido socialmente con proyectos como la escuela de artes creada junto a la Fundación Rachel Longstreet.
Y en el plano artístico quedará su imponente presencia escénica, la voz grande y voluptuosa. En rigor se trataba de una soprano lírica o lírico-spinto, pero el timbre apuntaba hacia colores de mezzosoprano. La suntuosidad, la robustez y la sensualidad como puerta a una expresión tantas veces exquisita, capaz de pianísimos sorprendentes, fraseos amplios y emocionantes. Las partes más agudas podían llegar a pecar circunstancialmente de cierta obstrucción pero, a cambio, siempre permanecía lo grandioso y lo profundo.
De entre todas las referencias discográficas hay una que además quedó grabada en video. En 1987 cantó en Salzburgo, el «Liebestod» de Isolda (obra que nunca llegó a interpretar completa) junto a Herbert von Karajan. La sutil flexibilidad con la que se alarga el texto, la contenida gestualidad, la pureza de la voz sobre el tapiz de la orquesta, dan cuenta de algo sublime y, difícilmente repetible. Todo es mayestático y grave. Todo esencial. Digno de una preparación meticulosa pero, sobre todo, de una innegable dimensión espiritual. Algo que hasta sus más acérrimos críticos, si es que en verdad hay alguno, siempre reconocerán.
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