Luis Eduardo Aute ha fallecido este sábado a los 76 años. Nació en 1943, y sólo dos años después le cayó una guerra encima. Fue en Manila, Filipinas, donde se libró una batalla de la Segunda Mundial para expulsar a los japoneses de la ciudad, que acabó devastada. La familia y el bebé se refugiaron en el Hospital General, en el barrio de Ermita, pegado al río Pásig. “Según me contaban durante esos trece días no recibí alimento alguno, ni sólido ni líquido por lo que temieron por mi vida”, le contó al profesor Isaac Donoso para la Revista Filipina.
Quizás ese inicio, sobreviviendo a una guerra y a la muerte, esté detrás de la melancolía de alguien que decía no recordar ni una imagen, pero sí el olor a muerto de aquellas salas en las que él y sus padres salvaron la vida.
Tras la contienda, la calma y el Colegio de la Salle, donde matricularon a su hijo Gumersindo Aute y Amparo Gutiérrez-Répide Carpi, barcelonés de origen andaluz y criolla con raíces en Castellón. En esa escuela se le multiplicó la lengua al niño, que sumó el inglés al español y al catalán que oía en casa y al tagalo que empleaba con sus amigos.
Se denominaba a sí mismo “extranjero-colono”, consciente de que su situación no era como la de sus vecinos y contaba que esos años de dedicó básicamente a la escuela, a sus amigos, sus primos y a dar paseos por el Bulevar de Manila, parecido al Malecón de La Habana al que fue a sanarse del infarto que casi lo tumba para siempre en agosto de 2016.
Filipinas y la pintura
En su ciudad de nacimiento también conoció el cine y el primer calambre sexual: fue con Niágara, película de Henry Hathaway que protagonizó Marilyn Monroe. Contaba que tenía seis años cuando sintió “cosas raras” en el cuerpo al ver a aquella mujer, pero no es verdad: la cinta se estrenó en 1953, cuando él tenía diez, pero toda memoria, además de ser tramposa, tiende a la coquetería.
Aute fue precoz en todo: a los ocho años ya pintaba. La Philippine Education tuvo la culpa, una librería que tras la guerra ejerció de acicate para reactivar la vida cultural de la capital filipina. Allí, su padre le compraba libros de Goya, Rubens o Tiziano cuyas obras él copiaba. Ese niño con talento, sensible y con posibles recibió clases particulares de Antonio García Llamas, una autoridad en Manila, aunque el alumno enseguida abandonó el realismo aprendido e imperante para insuflarle a sus lienzo, magia, conciencia y yo. Recibió esas lecciones durante 1953, pero un año después él y su familia se subían al “Francfort”, un barco que tardó un mes en llevarlos hasta España.
Curas de blanco
Los ojos de Aute son los de un niño criado en un colegio americano que mira a Estados Unidos, donde Elvis Presley saca su primer disco y a Madrid, su destino, donde la Falange y la JONS constituyen la Junta Nacional de la Vieja Guardia. Entre la cadera y el alcanfor, el chaval lo tiene claro, pero en Madrid no encontrará el exotismo y los colores de Manila, que no es EEUU, pero que él recuerda como un lugar donde los curas visten de blanco, no de negro, y no exigían que les besaran la mano. No era poca diferencia.
“De haber seguido en Filipinas, seguramente Luis Eduardo Aute hubiera sido un pintor vanguardista y un escritor en inglés”, opinaba Donoso, profesor en la Universidad de Alicante. Pero no ocurrió así y en España el joven sería más conocido por sus canciones que por su pinceles aunque con ellas dio una estampa diferente del querer y del país a la que daban canciones como Eva María se fue. Esa historia de amor desarrollista, con playa y bikini, se publicó el mismo año que Aute estrenó Rito, el disco que contiene Las cuatro y diez, tema con el que narra un desamor del color del Duralex.
El más seductor de los cantautores
Aute contó una vez que le habría gustado escribirle una canción a Ava Gardner. No lo hizo, pero sí le compuso a Marisol, cuando volvió a ser Pepa Flores, el último disco de su carrera. También fue el artífice de que Massiel lograra grandes éxitos como Rosas en el mar o Aleluya y de que Rosa León le pusiera voz e intención a sus letras más políticas. Firmó hasta 35 discos, pero le costó decidirse a cantar lo que escribía. Fue otro poeta, José Caballero Bonald, quien se lo propuso y él aceptó con la condición de no hacer promoción para poder dedicarse a sus cuadros.
No pudo ser. La culpa fue de frases como esta: “Quiero bailar slow with you tonight”. Pedirle un lento a una chica podía hacerlo cualquiera, pero pocos podían meter en un tema la “Unchained Melody” de los Righteous Brothers y el “All I Have To Do Is Dream” de los Everly Brothers y luego darle su tono. El suyo era libertino y carnal, algo que convirtió a Aute en el cantautor más sensual. Ni Silvio, ni Milanés, ni Sabina, tampoco Serrat, tienen ese paladar concupiscente con el que Aute puso aliento y gemido a sus canciones, quizá influido por sus años en París y su devoción, confesada, por divos como Jacques Brel.
“El sexo es el motor que mueve el mundo y el amor, un invento del ser humano para engañarse a sí mismo, para huir de la muerte”, dijo el hombre que estuvo casado 49 años con Maritxu, madre de sus tres hijos.
Y llegó “Al alba”
La voz de Aute fue lubricante, pero también fue política. “Me hubiese gustado escribir Imagine, de John Lennon. Pero se me adelantó”, decía. No escribió el himno pacifista por excelencia pero se marcó, casi sin darse cuenta, el alegato contra la pena de muerte más tierno del mundo.
“Si te dijera amor mío, que temo a la madrugada, dime que estrellas son esas que duelen como amenazas”, dice la letra de Al alba, que nació como canción de amor con un fusilamiento de fondo, pero que pronto se convirtió en manifiesto. La dictadura y el hecho de que Rosa León, artista que la interpretaba, se la dedicara en sus conciertos a los fusilados del 27 de septiembre de 1975 acabaron de convertirla en lo que es hoy y será siempre.
Porque Aute no fue un autor de canción protesta “fijado a un cierto inmovilismo, debido a una coherencia personal que les ata a un tiempo y a un país”, como explican Jordi Turtós y Magda Bonet en Cantautores en España, (Celeste, 1998). De haberlo sido, no habrían durado sus temas lo que han durado y durarán. Aute hablaba del amor, del sexo, de la vida y de la muerte y la política era importante, pero era contexto. Y su coherencia, a veces, se la pasó por el forro. Un ejemplo fueron las corridas de toros: “Nací primero perro y luego hombre”, aseguraba quien defendía la existencia del alma en todos los seres vivos, pero no podía evitar sentirse atraído por lo taurino.
Frío político
En los últimos años decía haber experimentado un desafecto por los políticos, no por la política, y no dudaba en hablar de la Transición como un régimen agonizante a pesar de que, a su manera, había contribuido a promocionarla. Lo hizo colaborando en películas como Arriba Hazaña, de José María Gutiérrez Santos, para la que compuso la música.
“El aire es la bandera de los apátridas”, dejó escrito en uno de su poemas alguien que cantó en actos de la CNT y que últimamente se sentía esperanzado con Podemos, a quienes llamó “los giralunas” de la política, es decir, los rebeldes e insumisos en quienes veía una esperanza para acabar con “la vieja política” y evitar volver “al feudalismo”.
De esa desafección por mandatarios de todo signo le dolía especialmente que hablaran de la cultura como “algo peyorativo”. Normal en alguien que tocó tantas disciplinas y se atrevió también con el cine, bien poniéndole música a cintas de otros, escribiendo guiones o rodando las propias. Un perro llamado Dolor fue la última y en ella puede verse su universo sentimental, pero sobre todo el pictórico, y es por eso que en ese metraje aparecen Frida Khalo, Dalí, Picasso o Sorolla a través de dibujos suyos.
Búsqueda, no guarida
Tampoco fue Aute el tipo de cantautor que es Luis Pastor, salido de Vallecas: Aute era un joven acomodado, que pudo permitirse no ir a la universidad y que tenía una relación estupenda con su padre, que le procuró todos los medios para desarrollar sus talentos. Tampoco fue un cantautor de los que emplean versos de otros, como hizo Paco Ibáñez, que acercó a Miguel Hernández, Federico García Lorca o Rafael Alberti al pueblo. Él hizo sus propias canciones y sus propios poemas e incluso inventó su propio género: los poemigas.
Así llamó a un conjunto de versos casi en construcción, como procesos en los que se ve, más que el resultado, una intuición. Hace unos meses se presentaban todos en Toda la poesía, su obra completa en la editorial Espasa, de cuya librería, ironías de la vida, robaba libros el jovencísimo Aute el poco tiempo que vivió en Barcelona cuando llegó de Manila.
En febrero de 2019, recibió la Medalla de Oro al Mérito a las Bellas Artes. A recogerla de manos de los Reyes, Felipe VI y Letizia, fue su hijo Luis. Aute tampoco acudió a los últimos homenajes que le dedicaron, pues nunca llegó a recuperarse del todo del infarto que sufrió en 2016. En su lugar estuvieron todos sus amigos llegados de todas las disciplinas para leer y cantar sus palabras a veces dulces, otras mordaces, todas melancólicas, jamás nostálgicas. Podía parecerlo, como cuando ilustró El niño que miraba el mar con una foto suya de crío tomada en el bulevar de Manila. Pero basta leer y escuchar sus letras para adivinar lo contrario y entender que para Luis Eduardo “vivir era búsqueda y no una guarida”.
Fuente: Leer Artículo Completo