Este domingo es un día histórico en España. Y no solo por el estado de alarma. Sino por otro estado de alarma que ha saltado en el interior del palacio de la Zarzuela, donde lleva días cociéndose a fuego lento una crisis paralela a del COVID-19, por otro virus que se ha larvado entre los muros del palacio durante décadas y que hoy ha sido reconocido por primera vez por la Casa Real: el de los negocios irregulares del rey Juan Carlos. Y entiéndase ese negocios irregulares, aquí en este texto y en cualquiera que lo lean por ahí, como un simple eufemismo de algo que en realidad es mucho más complicado de nombrar y de definir, entre otras cosas, por las implicaciones legales que podría tener, y más que nada porque supuestamente el rey era solo rey, que ya era mucho, y negocios no había tenido nunca.
Hoy la Casa Real ha emitido un comunicado muy duro con el que el rey Felipe se desmarca de su padre Juan Carlos. Para que lo entendamos todos mejor un día como hoy: se aísla de él y lo pone en cuarentena. Y lo hace, en primer lugar, renunciando a la herencia que le pudiera corresponder cuando fallezca. En segundo, castigándolo quitándole su asignación de los presupuestos de la Casa. Una medida simbólica, porque alguien que supuestamente puede donar 65 millones de euros a una amiga íntima no necesita un sueldo de 200.000 euros, pero pública y, de alguna manera, vergonzante. Y en tercero, y ahí radica lo más importante, evidenciando así, con esas acciones, por primera vez esas supuestas irregularidades del rey emérito, esas finanzas opacas y esa fortuna siempre rumoreada y siempre desmentida desde la casa.
La Casa Real ha respondido así a las noticias que durante las dos últimas semanas han aparecido sobre fondos en el extranjero en los que los presuntos beneficiarios finales eran el rey Juan Carlos y el rey Felipe. Y lo ha hecho porque ni siquiera la pandemia del coronavirus (qué nombre tan apropiado también para esta crisis en palacio) ha podido canibalizar la actualidad como para que no trascendieran estas noticias, transmitidas, cadena de contagio aquí también, desde la prensa extranjera a la española. Hasta el punto de que en la Casa Real, donde han callado durante años, finalmente han decidido actuar.
Pero, ¿qué pasará ahora? ¿Y cómo afectará esto al rey Juan Carlos y a su imagen y a la de su reinado? Seguramente, lo mismo que siempre: nada. Porque nunca pasa nada. Pensemos en el monarca, pero para ello no olvidemos la historia.
Ni batallas, ni matrimonios ni alianzas. Nada ha definido mejor a los reyes españoles que una palabra, un adjetivo: el apodo con el que quedaron congelados en los libros de Historia. El sobrenombre con el que se definió y se sigue definiendo sus personalidades y sus reinados. Desde Felipe II El prudente, moderado en tiempos de crisis, pasando por Carlos II El Hechizado, físicamente raquítico y enfermizo supuestamente por un embrujo que no era sino el deterioro genético de los sucesivos matrimonios consanguíneos en la familia real, o por Felipe IV El Pasmado, evidente con sólo ver los selfies que le pintó Velázquez. Así, Juan Carlos I, Borbón, nacido en Roma en 1938, en el exilio italiano de la Familia Real tras la proclamación de la Segunda República, rey de España durante cuatro décadas (1975-2014) debería pasar a los libros como El campechano.
Pocos adjetivos se repitieron más durante sus cuatro décadas en el trono que ese, para definir el carácter de un rey al que la realidad, la propaganda oficial y la autocensura de los medios de comunicación y los partidos políticos convirtieron durante años y años de cara a la opinión pública en un monarca sin capa de armiño ni corona, bromista, de buen carácter, sencillo en el trato, aficionado al vino, al fútbol, a la vela y sobre todo, sobre todo, sobre todo, a las mujeres. Como pocas cosas se repitieron más, siguiendo ese símil de la vela, que fue el capitán, el patrón, que guió a España desde la Dictadura a la Transición, que trajo la Democracia a España y que la salvó la infausta noche del 23 de febrero de 1981. El monarca que impulsó la modernización del país, la entrada en la Unión Europea y la consolidación de la monarquía. Y eso no ha dejado de repetirse. Y casi nadie decía otra cosa de él ni se salía de ese discurso oficial, de esa agit-prop.
Hasta que el 14 de abril de 2012, parodiando el conocido relato de Augusto Monterroso, la monarquía española se levantó y el elefante seguía ahí. Aquel día, una fractura de cadera por una caída y una operación de urgencia desvelaron que el rey Juan Carlos, con el país con su tasa más alta de paro, en plena crisis y con Zarzuela sacudida ya por el escándalo de los negocios ilegales de su yerno, Iñaki Urdangarin, participaba en una lujosa cacería de elefantes en Botsuana. Y que lo hacía además acompañado por una misteriosa mujer con título de princesa, Corinna zu Sayn-Wittgenstein. Aquel fue el trueno final que desató una tormenta perfecta de dos años que acabó en abdicación. Pero no afectó a realmente a su imagen ni a la de su reinado. Juan Carlos seguía siendo El Campechano. Juan Carlos I seguía siendo exclusivamente el estadista que patroneó la Transición.
Sin embargo, en realidad, ahora lo sabemos, no era una tormenta, sino un virus de gestación lenta que hoy a contagiado finalmente a la Casa. Un tiempo, ocho años ya, durante el que se ha derrumbado el muro de cristal que había protegido a Juan Carlos I de toda crítica y hemos conocidotambién al rey iracundo, al hombre solo, al cabeza de familia disfuncional… Un tiempo durante el que se ha dicho que Corinna, además de haber mantenido relación con él, habría actuado también en su nombre, la eterna sombra que ha perseguido siempre al monarca. El secreto mejor guardado de su reinado. Ese secreto que hoy, la Casa Real, con ese comunicado, con esa cuarentena pública en la que ha puesto al rey Juan Carlos y ese aislamiento simbólico entre reyes, entre padre e hijo, por primera vez parece haber confirmado. Pero seguirá sin pasar nada.
Y no pasará nada porque todo eso se quedará en una anécdota frente a tantos años repitiendo los mismos discursos. Porque si este virus no se propagó antes e hizo enfermar antes a la Casa Real fue porque tuvo siempre como barrera protectora a los empresarios y a los políticos. Unos porque defendieron siempre la labor del rey Juan Carlos como embajador español y su capacidad para abrir puertas en otras países. Aunque no eran solo puertas sino también cuentas. Empresarios que callaron muchos porque las puertas que abría el rey les permitían hacer muchos negocios a ellos, aunque luego tuvieran que repartir comisiones… Y los otros, los políticos, porque protegieron siempre al rey contra toda crítica y le dejaron actuar con absoluta impunidad. Y lo siguen haciendo.
Hace solo unos días se supo que tampoco esta vez los partidos políticos iban a crear una comisión de investigación para estudiar las noticias sobre los presuntos fondos millonarios del rey en el extranjero. Solo los partidos de izquierdas querían hacerlo. Ni siquiera el PSOE, partido republicano en su fundación y estatutos, lo ha aceptado. Historia repetida ya. También se rechazó hace dos años, cuando se empezaron a conocer la supuestas irregularidades de los negocios que el rey habría realizado y que son los que ahora se están conociendo y por los que se están filtrando estas informaciones. Y así podemos contar muchas ocasiones más en las que no se ha hecho nada. Desde comparecencias en la comisión de secretos oficiales del Congreso, que nunca trascienden ni tienen implicaciones para la Corona y donde se silencian sus escándalos, hasta rechazos de investigar al rey en la justicia ordinaria porque era inviolable. Pero la mejor defensa siempre ha sido la misma: esa repetición de las descripciones del rey campechano y esa reivindicación de su papel en la Transición, en la modernización del país y como moderador entre fuerzas políticas. Como si unas cosas no pudieran ser compatibles con las otras. Y como si ser campechano, además, fuese más importante para ensalzar que poseer una supuesta fortuna en el extranjero que no se sabe a cuánto asciende ni de dónde ha salido pero de la que su propio hijo, Felipe, ha dicho hoy, públicamente, que no quiere saber nada.
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