El príncipe Andrés se ha mostrado dispuesto a "colaborar" con el FBI y Scotland Yard, según han adelantado fuentes oficiales de Buckingham a medios ingleses. El duque de York había emitido previamente un comunicado –firmado como "Andrés", sin apellido ni título, algo que todos los miembros de la familia real tienen permitido– hablando sobre su relación con Jerry Epstein, el millonario que, aparentemente, se suicidó en la cárcel donde esperaba el juicio acusado de haber organizado una red criminal de prostitución de menores para ricos y poderosos. Un escándalo que ha salpicado en dos ocasiones al príncipe: en 2015 y en la actualidad. De momento, el hijo menor de la reina de Inglaterra no está acusado de nada, pero la pregunta es si la justicia tiene libre acceso para investigar, o siquiera para tomar declaración, a los miembros prominentes de los royals británicos.
No es la primera vez que se plantea esta pregunta, aunque haya sido por cuestiones bastante inferiores a ‘mantener una amistad sospechosa con un pederasta convicto incluso después de su primera condena, mientras existen bastantes evidencias de que ha coincidido en ocasiones con al menos una de las menores explotadas’. Sobre el duque Felipe de Edimburgo, por ejemplo, estuvo a punto de caer el peso de la ley en enero de este año, por conducir en el accidente en el que resultaron heridas dos mujeres.
Como en el sketch de las ventajas de ser protestante de Monty Python, el duque de Edimburgo no fue formalmente acusado. Pero podría haberlo sido. Igual que podría haberle sucedido en 1964. Y en 1987. Y, en general, todas las veces –y han sido bastantes- a lo largo de estas décadas en las que se ha visto implicado en accidentes de tráfico, algo que le pasa desde antes de casarse. Y que incluso ha sucedido en varias ocasiones conduciendo con la reina como pasajera.
Sin embargo, algo que no podría haber pasado es que la reina testificase en alguno de los muchos accidentes de su marido. Porque Isabel II sí está por encima de la ley. Y de los tribunales. Y de todo lo que tenga que ver con la justicia, en general. Es más, la justicia y la ley emanan de ella en parte como soberana, y la tradición dictaba que la persona que ostentaba la Corona era la autoridad judicial suprema de Inglaterra –por mucho que delegase–.
De hecho, los equivalentes al Tribunal Supremo y al Constitucional de Inglaterra emanan directamente del "Tribunal de la Reina" (Queen’s Court Bench), que incluso hoy sigue dando nombre de una de las dos cortes supremasaunque en la casa real británica aseguran que "pese a no estar sujeta a las leyes del Reino Unido, la reina pone especial cuidado en asegurar que todas sus actividades hasta donde le es posible se llevan a cabo en estricto cumplimiento de la ley". Vamos, que la reina intenta ser legal cada día. Aunque no le haga falta.
Sin embargo, es la única. El resto de los working royals –los que trabajan de royals, con agendas públicas en nombre de la reina, algo a lo que Andrés hace tiempo que renunció, por cierto-, no importa cuán cercanos sean a la reina, no gozan del mismo privilegio. Aunque, claro, hay clases. Felipe de Edimburgo optó por la decisión salomónica de renunciar a su permiso de conducir (evitando así que las autoridades le forzasen a ello, algo que a su edad y con sus antecedentes era casi seguro) sin haber sido nunca castigado por sus décadas de guerrero de la carretera. Con su hija, el sistema fue menos permisivo.
Porque, en 2002, la princesa Ana sí supo lo que era la justicia, al convertirse en la primera royal con antecedentes por un asunto de perros. Su bull terrier Dotty mordió a dos niños en un paseo por Londres y Ana fue juzgada por ello. Se declaró culpable y tuvo que pagar costas, indemnización y multa, por valor de unas 900 libras en total. Eso sí, Dotty no fue sacrificada, ni la princesa recibió ninguno de los hasta seis meses de prisión admisibles en la Ley de Perros Peligrosos inglesa. Tampoco era la primera vez que Ana visitaba un juzgado, aunque sí la primera que afrontaba cargos criminales.
En ese mismo 2002, la princesa se saltó en unos cuantos kilómetros por hora el límite de velocidad en una carretera en Gloucestershire. La royal iba al menos a 150 km/h sorteando un atasco, mientras un coche de policía con la sirena puesta la instaba a detenerse. En su maravilloso escrito de defensa, donde admitía los hechos y se declaraba culpable, la princesa aclaró que:
a) iba a una cita oficial de su agenda y llegaba tarde –algo que estirando mucho la ley permitiría saltarse el límite a un policía que le hiciese de chófer, pero no a ella–.
b) que pensaba que ese amable coche que la seguía era parte de su escolta. Por eso no les hizo ni caso y siguió acelerando.
Así que a la princesa Ana, hija de reina, le cayeron 400 libras de multa, y perdió cinco puntos de su inmaculado permiso de conducir. Inmaculado pese a que Ana salió a su padre. Ya acumulaba sanciones por ir a más de 150 –¡y de 160!– por hora por las autopistas de Londres en 1972, en 1977 y en 1990. En el primero de los casos, los policías optaron por no presentar cargos. En los siguientes, recibió una multa de 40 libras y la suspensión del permiso de conducir durante un mes, también en juicio rápido, demostrando que, en teoría, todos los súbditos ingleses son iguales ante la justicia de su reina.
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