La cara B de la movida madrileña: pijerío, machismo y postureo

El 9 de febrero se cumplen 40 años de la Movida madrileña, como todos sabemos por el machacante bombardeo al que nos ha sometido la prensa. A algún periodista con garra se le ocurrió esa etiqueta que tanto se ha manoseado, y si bien es cierto que hubo una explosión de creatividad en algunas áreas (fotografía, cómic, cine, pintura y televisión…) desde luego no supuso ninguna novedad y mucho menos transgresión en la disciplina a la que más se asocia, la música. Se lo considera el evento cultural del postfranquismo por excelencia, elevado a la categoría de apogeo creativo, equiparándolo a las grandes corrientes artísticas de principios del siglo XX o al pensamiento filosófico del Círculo de Viena. Nada más lejos de la verdad. Yo estuve ahí y lo viví en primera persona. Hubo movimiento, sí, pero las bandas fueron un fraude.

Esa nueva ola madrileña la formaron niños pijos con más dinero que talento, y lo sé bien porque yo fui una de ellos: una niñata que solo quería irse de fiesta, que iba impecablemente vestida con ese atuendo de postal londinense que solo conseguíamos los que podíamos pagarnos los Crazy Colors de importación, que conocíamos todo lo que se cocía fuera porque para eso nos habían enviado nuestros papás a Inglaterra a aprender inglés (ellos decían «a mejorar»). Éramos chavales que para conseguir una guitarra eléctrica o una moto solo tenías que pedirla por tu cumpleaños.

Éramos niños mimados que tuvimos además la suerte de vivir un momento único. Fue un tiempo de efervescencia porque salíamos de 40 años de dictadura y de pronto «todo valía», atrás había quedado no solo el gris de una España carpetovetónica y árida, sino también las protestas de nuestros hermanos mayores, quienes con sus greñas y sus pancartas anti-OTAN, nos parecían tremendamente aburridos y pasados de moda. No queríamos cosas serias, solo queríamos pasárnoslo bien, reírnos y hacer el gamberro. Por eso se experimentaba y salían cosas nuevas: tebeos transgresores y fanzines provocadores, cine experimental y programas de televisión revolucionarios (indispensable esa primera emisión de La bola de cristal, de la genial Lolo Rico, pero también Con las manos en la masa de Elena Santonja, no he visto un programa de cocina más cool en mi vida) y en música… había que ponerse las pilas.

La canción protesta ya no tenía sentido, era algo de viejos, los grupos heavies era un mundo aparte, muy de barrios periféricos y de España rural; y había que alejarse del rock layetano y de los conjuntos verbeneros. Había que mirar a otro lado, a Estados Unidos, primero, y luego a Londres, a ese Londres al que peregrinaban en masa los adolescentes que queríamos ser modernos y las pobres chicas que (flipo) aún no se habían enterado de que la píldora era legal y ponían fin a su embarazo en la pérfida Albión.

Al mismo tiempo, a Madrid llegaron buscando refugio todos esos músicos argentinos que huían de la dictadura de Videla; músicos de verdad, que sabían tocar instrumentos y cantar (Alejo y Ariel de Tequila, Juan Gatti, Rubi, Moris o Sergio Makaroff –que enseguida dejaría Madrid por Barcelona–). Fueron un soplo de aire fresco, un toque cosmopolita que impregnó la escena musical. De pronto, de verdad molaba tocar en un grupo. Muchos adolescentes se hicieron con un instrumento, una guitarra, un bajo, o una modernísima caja de ritmos. Se juntaban entre ellos y ya tenían una banda. Así empezaron a tocar Tos, Kaka de Luxe, Nacha Pop, Mamá, etc. grupos formados antes de que ninguno supiera tocar un acorde, con contadísimas excepciones. Luego, algunos, con el tiempo, aprenderían. Algunos.

Yo no pude –no me dejaron mis padres– ir al concierto homenaje a Canito que se celebró en la Escuela de Caminos en honor del malogrado batería de Tos y que supuso el pistoletazo de salida de lo que después se llamó «la Movida madrileña». Pero lo seguí como si me fuera el alma en ello. Tuvo tal repercusión mediática (fue retransmitido en directo en Radio España y en Popgrama de RTVE) que un montón de jóvenes, que solo querían divertirse, vieron que algo pasaba ahí fuera. En su difusión y mitificación fue clave la radio, con locutores que ponían una y otra vez las maquetas de los nuevos grupos, por mal que sonaran. Hay quien sostiene que los artífices de la Movida fueron en realidad Jesús Ordovás, Rafael Abitbol, Gonzalo Garrido y Juan de Pablos en Radio España o Julio Ruiz en Radio Popular. La televisión vino después, y vino fuerte, porque en Televisión Española era difícil entrar, pero si lo lograbas, te quedabas para siempre. De ahí que las estrellas de nuestra infancia fueran «eternas», si tocabas la flauta y aparecías en pantalla, ya nadie te echaba de allí: le pasó a Mayra Gómez Kemp y después le ocurrió a Alaska. Cuando un artista salía por la tele, ya había triunfado, volvían a sacarlo en otros programas. De ahí que esos grupos madrileños pasaran una y otra vez por todos los platós y enseguida fueran conocidos en el resto del país. Era algo nuevo y fresco, con unas pintas que no se habían visto nunca, parecía el colmo de la modernidad y la transgresión. Y ni una cosa ni otra. Solo eran canciones copiadas (a veces sin siquiera acreditarlo) de los grupos de fuera. Por ejemplo, esos primero acordes de La tentación de Kaka de Luxe se parece muchísimo a You’re gonna kill that girl (1977) de The Ramones, el Horror en el Hipermercado de los Pegamoides no cuela como homenaje a Lost in the Supermarket de The Clash, o al menos no me cuela a mí. Y así, en infinidad de temas. Para muestra, un botón, el que se consideró «himno» de la Movida, Chica de ayer de Nacha Pop, resultó ser un plagio de La caza del bisonte de Piero.

¿Pero cómo fue la famosa noche madrileña de la Movida? Pues muy divertida, claro, ¡única! Estábamos en la época en la que se podía hacer de todo en la ciudad que nunca dormía. La Movida transcurría en las salas de conciertos, El Sol, La Carolina, Jardines. Lugares pequeños, pero por los que pasaba la crème de la crème del postureo. Eran sitios para ver y dejarse ver. Luego abrieron el Marquee, a imagen y semejanza del club de Oxford Street que había supuesto la consagración de tantos grupos británicos. Allí empezaron a tocar no solo bandas de la recién nacida Movida, sino lo más puntero del panorama internacional. Recuerdo el enorme afiche de Elvis Costello que había a la entrada y que lo hacía aún más londinense. Y luego llegó el Rock-Ola, que aunque no duró ni cinco años, muchos lo recuerdan como otros la mili, el lugar donde tuvieron las experiencias más intensas de su vida. Hay gente que no deja de ensalzarlo y mitificarlo como si fuera el no-va-más de la contracultura, donde te encontrabas a las encumbradas estrellas de la Movida que se paseaban por el local como si fueran el mismísimo Warhol por The Factory.

Todo el mundo era músico, o actor, o artista. A ratos también pasamos miedo, pero no en Madrid. Era cuando salías fuera: muchos tíos, en cuanto te veían con minifalda y el pelo cardado te consideraban más o menos una cosa. Lo que le pasó a Virginie Despentes le podría haber pasado a cualquiera, porque tras nuestra fachada de seguridad y rebeldía, había una ingenuidad galopante. Pero no en Madrid. Todas las tribus urbanas se mezclaban, era un poco como jugar a algo. De hecho, el juego se puso rancio cuando los rockers se creyeron Quadrophenia y empezaron a quedar para pegarse con los mods. Había un rocker que daba mucho miedo, «el François», un mal bicho que tiraba de navaja y que a la mínima montaba pelea.

Estaban los skins de Porrones que pasaron de punks a skins sin saber muy bien por qué. Bueno, sí, porque la movida no fue –a pesar del encumbramiento– un movimiento intelectual, su único motor fueron las ganas de hacer el gamberro, de quemar la noche, de hacer todo lo que se les había prohibido a nuestros padres, de imitar lo que empezábamos a ver ahora que nos asomábamos al mundo exterior. La fiesta se empezó a extinguir a raíz del trágico accidente de la discoteca Alcalá, 20, uno de los lugares clave de la Movida, en diciembre de 1983 en el que perdieron la vida 81 personas porque las salidas de emergencia estaban cerradas para que no se colara nadie. Así de moderno era Madrid entonces, y de europeo. Mucha fiesta, mucho fausto, ninguna norma, ningún respeto.

El auténtico narrador gráfico de la Movida –no solo de sus iconos, sino también de su repercusión en la sociedad española y en los jóvenes que no fueron estrellas, más bien meros admiradores y seguidores que se creían, nos creíamos, que vivíamos tiempos únicos– fue el fotógrafo Miguel Trillo. Con sus pocos medios se pateó y estuvo en todos lados y plasmó con su cámara todas las caras del fenómeno. Porque Pablo Pérez-Mínguez fue el del famoseo y las fotografías de Alberto García-Alix, grandes, enormes, maravillosas, no muestran la Movida per se, sino más bien la imagen de su propia autodestrucción, su bajada a los infiernos, para mí García-Alix es más Mapplethorpe y Anders Petersen que cañí. No define un tiempo y un espacio, sino su tiempo y su espacio. Y sus demonios.

Hoy se cumplen cuarenta años desde que «oficialmente» surgió la Movida, una época que sí que dio grandes figuras: pintores como Guillermo-Pérez Villalta, Ceesepe, fotógrafos cono Miguel Trillo, Ouka Lele o Alberto García-Alix, dibujantes de cómic como Keko o Federico del Barrio, diseñadores como Óscar Mariné, cineastas como Pedro Almodóvar o Iván Zulueta cuyo Arrebato me sigue pareciendo tan perturbadora como cuando lo vi por primera vez. Hubo una efervescencia de artistas, pero no, no fue un momento de grandes músicos. Ni en broma. Y no solo lo digo yo, lo cuenta como nadie en El estado mental el que sí sabía tocar, Jorge Martínez de Los ilegales. Los músicos de la Movida fueron, en su mayoría, gente que estuvo en el lugar adecuado en le momento adecuado. No crearon nada. No tenían mucho talento. No transgredieron y aun así trascendieron. Si la Gauche Divine fue «la izquierda caviar», la nueva ola madrileña fue «la revolución Dom Pérignon», los imperdibles enseguida dieron paso a Louis Vuitton.

Si quieres ponerles cara a los que entonces movían el cotarro, o si estás un tanto nostálgico, acércate a la Galería Colectania de Barcelona a ver la exposición de fotos de Alberto García-Alix, Ouka Leele, Pablo Pérez-Mínguez y Miguel Trillo «La Movida: crónica de una agitación» bien merece una visita.

Vía: Esquire ES

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