Carme Chaparro confiesa: «Mis recuerdos de Navidad desde niña están asociados a los aromas y los sabores de la cocina. Me encanta la sensación de preparar mucha comida para compartirla con la gente que quieres. Mi madre siempre ha sido la cocinera oficial. Se ocupa de preparar nuestras recetas clásicas: canelones y galets rellenos de carne. Para nosotros es una tradición que viene, al menos, desde mis abuelos. Tenemos otra costumbre algo más extraña: el día de Navidad todos bebemos Bitter Kas. Un año lo trajo mi madre y ya es costumbre. También tengo grabadas esas Nochebuenas en las que cumplíamos con el ‘cagatió’, una costumbre navideña catalana en la que golpeas con palos un tronco que cobra vida y que has alimentado (supuestamente) con chucherías para que cuando sea Navidad ‘cague’ regalos. Ahí me tenías, liándome a palos con todas mis fuerzas. Este año mis hijos ya están cuidando de su tronco. Y ya tienen listos los palos».
Óscar Higares
De pequeño solía ir con mis hermanos, mis primos y con mi abuela a Cortylandia, a ver las luces de El Corte Inglés. Esas tardes eran maravillosas. Después la acompañábamos a comprar la lotería de Navidad y a una tienda donde vendían café recién molido. La cena de Nochebuena y la comida de Navidad, con las sobras del día anterior. Nunca faltaba el cordero, por eso su olor siempre me devuelve a mi infancia. Es un ambiente que me encanta reproducir para mis hijas: poner el Belén, colocar el árbol y esperar a que nieve, aunque eso es más difícil. También era mágico el día de Reyes. Tenía claro el regalo para mi padre: tabaco. Era típico regalarle un cartón a los fumadores. A mi madre le buscaba algo especial con mis ahorros. Bisutería, cualquier adorno que brillara, como colgantes llenos de piedras. Eran muy horteras, aunque mi madre todavía conserva algunos.
Pastora Vega
La fecha más especial siempre fue el día de Reyes. Cada uno teníamos un hueco en el salón en el que preparábamos las cosas para nuestro rey. En mi caso era Melchor. La emoción era inigualable, tanto como el teatro que le echaba mi padre a la mañana siguiente. Abría la puerta poco a poco. Miraba por y nos decía que veía algo negro, parecido al carbón… Luego, gritaba entusiasmado. Era muy bonito. Por eso lo llevé tan mal cuando una monja de mi colegio, muy desagradable, nos dijo que por Reyes pidiéramos a nuestros padres un libro porque ellos se encargaban de los regalos. Le pregunté a mi madre si era cierto. Me confesó que sí y me pidió que fuéramos cómplices para que mis hermanos no se enteraran. Menos mal que pude volver a vivir esa emoción cuando fui madre.
Mariló Montero
Conservo muchos recuerdos inolvidables: la primera muñeca de trapo que los Reyes me dejaron y de la que no me separé en todo el año; mi sueño convertido en realidad de pasar unas Navidades blancas en Laponia con Carlos (Herrera, su exmarido) y los niños… Pero sobre todo me acuerdo de un año en especial. Mi madre había muerto el 8 de diciembre, no tenía ningún ánimo para celebrar nada, pero me costaba abandonar las tradiciones. Se me ocurrió compartir las penas y congregar en casa a algunos amigos que pasaban por un mal momento porque habían sufrido también alguna pérdida, porque estaban recién divorciados o porque tenían a sus hijos lejos. Todos teníamos motivos para odiar la Navidad. Pero fue maravilloso. Se ha convertido en una tradición. Ahora cada año nos juntamos unas 40 personas en mi casa del Rocío.
Ruth Gabriel
A los 16 años estuve un tiempo estudiando en Florencia. Pasaba por la típica adolescencia tormentosa, entre la rebeldía y la depresión. Me sentía sola, así que se me ocurrió apuntarme a un coro. Hice las pruebas en el del Duomo y me escogieron como soprano. Pasé semanas ensayando para el que sería mi primer concierto en público: la Misa del Gallo. Recuerdo al director con el brazo en alto frente a nosotros, esperando a que diera la última de las 12 campanadas que marcaban la medianoche. En ese momento hizo la señal y comenzó a sonar el ‘Gloria’ de la Misa de Coronación de Mozart. Fue sobrecogedor escuchar la sonoridad de esas notas entre los muros del Duomo. No pude cantar, solo llorar de la emoción.
Fiona Ferrer
Tenía 11 años cuando mi madre nos llevó a mi hermano, Umberto, y a mí a pasar las Fiestas a los Alpes austriacos. Era como un cuento de Navidad con todos los detalles: un entorno nevado, una cabaña de madera con chimenea y un árbol lleno de regalos. Todo está grabado en mi memoria, incluso el sombrero que llevaba mi madre adornado con una pluma roja. Ella me hizo sentir muy feliz cuando en la Navidad de 2015 pudo salir del hospital tras haber superado un trasplante de médula. Nos reunimos todos de nuevo, incluido mi sobrino León, que acababa de nacer. Fue maravilloso ver la mirada de mi madre al conocerle. No imaginábamos que aquellas serían las últimas Navidades junto a ella. Eso hizo que las fiestas del año siguiente fueran muy duras. Al menos tuve la alegría de pasarla con mi padre, con el que hacía mucho que no coincidía en esas fechas, y con mi pequeña sobrina Olivia.
Carla Royo-Villanova
En mi infancia fueron muy especiales las Navidades en Bilbao. Lo que disfrutaba pasando las tardes en Arrese, la pastelería de mi abuela… Allí podía ayudar envolviendo trufas y Dora, la cajera, me dejaba que cobrara a los clientes con aquella preciosa máquina registradora de botones gigantes y dorados. Además, como la Navidad coincide con mi cumpleaños, siempre tenía una tarta especial con mi nombre.
Estas fechas siguen siendo muy especiales para mi familia. Ponemos el árbol y el portal de Belén con los villancicos de fondo y llenamos de lucecitas las ventanas. En casa, el Niño Jesús es el protagonista. Él está siempre en el centro de la mesa. Las cenas de Nochebuena y Nochevieja son muy felices, pero añoro los años en los que mi madre y hermanos venían a casa a compartirlas con nosotros.
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