Tiemblo cuando llegan estas fechas y oigo esa voz típica del Rastrillo madrileño, o cuando veo cada vez antes —o eso me parece— las lucecitas de las calles. Tiemblo porque todo ello anuncia que avanzan, al galope, las decoraciones y las comidas de Navidad.
La abuela de un amigo decía que el árbol era un símbolo pagano que no debería tener cabida en ninguna casa como Dios manda. En la suya, que por supuesto lo era, no había ni rastro del abeto. Pero, eso sí, en el hall de la entrada montaba un enorme Nacimiento con todos los extras. Y cuando digo todos, quiero decir tableros, montañas de corcho, cielos de tela azul con estrellas pegadas, musgo, caminos de serrín, ramas de encinas y nieve de harina. Las patas de las borriquetas estaban, por supuesto, cubiertas por una gran bandera española. La entrada de esa casa olía, eso sí, de maravilla.
En la mía, naturalmente, había árbol, y la instalación del Nacimiento era un fiestón. Se colocaba durante el puente de la Inmaculada y quedaba hasta después de Reyes. Teníamos que compartir Rey Mago favorito, porque ellos solo son tres y nosotros, demasiados. Pero lo compensábamos con nuestros pastores preferidos. El mío —porque soy una pringada— era la lavandera. Me parecía guapísima. También el pastor de la hoguera, que me daba un frío pelón.
Pero no nos pongamos melancólicos y vayamos a lo nuestro, que es el momento peliagudo de la decoración navideña. Le recomiendo encarecidamente que vaya con cuidado y que tenga en cuenta que una metedura de pata puede acabar con su reputación. Y, lo que es peor, puede incluso cambiar la clasificación estilística de su hogar.
Sea, pues, coherente. Si tiene una casa como muy de lord Foster, ni se le ocurra excederse con la imaginería de inspiración barroca a base de oro, perlas y bolas rojas. Se le verá mucho el pelo de la dehesa. O al revés. Si su casa es tirando a old master, no introduzca, por mucho que le guste, un centro de los Bouroullec —en el hipotético caso de que lo tuviera—; si le gusta mucho y no se ve capaz de prescindir de él, cambie inmediatamente la decoración de su hogar. Toda.
Sin llegar a lo de la abuela de mi amigo, el árbol puede entrar en su casa, pues, aunque es una costumbre anglosajona, la adoptamos hace mucho tiempo. No tiene por qué recurrir al abeto, puede usar especies autóctonas como la encina, el pino —cualquiera de sus ramas cubre honrosamente el expediente— o incluso simples ramas secas decoradas con luces, bolas de cristal o galletas de chocolate. Elija un color que vaya con el resto de la casa y combínelo con plata, con oro o con cristal. Solo uno, por favor.
En cuanto a las luces, que sean sutiles y suaves, dentro de lo posible. Tenga siempre en cuenta que son fechas difíciles y que hay que suavizar las reuniones con tanto adulto de la misma familia. Absténgase de utilizar esas guirnaldas intermitentes que bailan al son de Los peces en el río y que provocan hipnosis o esquizofrenia general. Si, con todo, las tiene y pretende aprovecharlas, absténgase de colgarlas en el balcón. Sus vecinos no tienen la culpa de nada. No llene su casa de flores de Pascua. Una cosa es un centro bonito, y otra que aparezca una macetita roja en cada rincón. La Navidad es una época de preciosas ramas de eucalipto, de roble, de durillo, de madroño… que, bien combinadas, resultan muy eficaces y dan buen olor. No caiga en la tentación de introducir calcetines y gorros de Papá Noel en el conjunto. Son paranoicos y provocan cismas.
Patricia Espinosa de los Monteros da un último consejo: “Ponga, aunque sea mínimo, un Nacimiento español. Los tiene en la Plaza Mayor, grandes y pequeñitos; y los hay mexicanos, peruanos o indios del tamaño de una caja de cerillas”.
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