Una historia de fantasmas

Un día, hace casi diez años, conducía rumbo al norte de España con mi novia de entonces como copiloto. Ella llevaba durmiendo los últimos 200 kilómetros y parecía un ángel, y me dije que no tenía ni idea de cómo había llegado a esa escena. Contábamos con amigos comunes desde hacía mucho tiempo, la conocía a distancia, pero ella a mí no. Simplemente un día coincidimos, charlamos y nos hicimos pareja, como por combustión. Fue un acto de conexión fortuita que cristalizó en un tiempo compartido y en aquellas vacaciones, difíciles de pronosticar poco antes. Tenía tanta envidia de aquel tipo. Atento a las curvas charlaba mentalmente con mi yo adolescente y le decía: “Tranquilo, algún vez serás feliz. No sabes cómo te lo montarás, pero un día conducirás tranquilo y sereno rumbo al norte junto a una mujer que te quiere”.

De todas las las posibles vidas de Alberto Moreno, esa selección de compuertas concretas —y hay que elegir entre varias casi a diario— me había llevado a dicha conformación concreta del cosmos, un escenario amable. Le preguntaba el otro día al escritor Bob Pop en una entrevista en directo si con todo lo que sabía ahora habría evitado el bullying de una manera más gallarda, si conocer la meta le habría ahorrado malos tragos y algunos golpes, pero me contestó que no, que tampoco se siente mucho más listo que entonces, y que vas tirando con lo que tienes. Vas. Tirando. Con. Lo. Que. Tienes.

Llevo un mes y medio obsesionado con la película A Ghost Story, de David Lowery, hasta el punto de que me niego a ver ninguna nueva. Su planteamiento me parecía poco atractivo sobre el papel, pero su ejecución me dejó desolado en positivo, carente de otras metas, agotado y borracho a causa de su belleza, ensimismado con la potencia de su narrativa. Esbozo su trama: el matrimonio formado por Rooney Mara y Casey Affleck se descompone cuando el segundo muere en un accidente de tráfico. Sin embargo, él no acaba en el cielo ni en el infierno, sino rondando a la que fue su esposa, a cuya cotidianidad subsiguiente asistimos los espectadores, pero también el fantasma de Affleck, literalmente una sábana con dos agujeros rasgados por ojos como presencia espectral perenne. Yo llegué cuatro años tarde a la cinta de Lowery, así que todos los cinéfilos que conozco la habían visto ya. Y muchos de ellos se desesperaban por lo lento que la viuda se come una tarta de cereza sentada en el suelo de su enorme cocina; cinco minutos de plano secuencia. Pelea contra el hojaldre y contra sus lágrimas apenas equipada con un tenedor. A veces las peores batallas no son las que tienen el enemigo más temible, más bien las que se libran con herramientas inadecuadas.

El ritmo —conviene avisar— es así de roñoso durante todo el metraje. La vida pasa lento y deprisa, como cuando cumples los 30 y saboreas las cosas, pero, ups, acaba de pasar otro año. Un día la mujer abandona la casa porque ya no le queda nada atrás, pero el fantasma permanece por su propia definición de fantasma: tenía cuentas que resolver. Pasan así las décadas y los siglos. La vivienda es derruida en favor de un enorme solar donde se alzará un rascacielos en el futuro remoto. El fantasma, que también se cansa del paso de las estaciones, decide probar la eutanasia de fantasmas, y contra todo pronóstico funciona, pero no desaparece sino que se resetea, y el escenario de neones y coches voladores propio de Blade Runner se restaura en el mismo lugar, solo que rebobinado hasta el siglo XIX. Puede que nos hallemos ante una sábana inmortal, pero su radio de maniobra es acotadísimo, apenas unos metros cuadrados en los que verá morir a quienes alguna vez moraron esa baldosa del planeta. La acción termina cuando la línea temporal llega de nuevo al presente, al momento exacto en que un día hizo un ruido que despertó a los inquilinos, esto es, a él mismo, aún vivo, y a su mujer.

Y no hay explicación —ni se la pido— para todo este ensayo cuántico inverosímil aunque poéticamente potente, solo la sentencia de que casi siempre el espacio nos define, nos delimita y nos limita. Siento una gran ansiedad cuando un gran personaje histórico como Kirkegaard nació y murió en Copenhague según la Wikipedia. Se me ocurren pocos sitios más estimulantes que Madrid, pero ojalá un día me dediquen una de esas páginas y esta chive a quienes me estudien que nací en la capital de España, pero morí —se me ocurre— en Tokio. Y yo ahora no soy capaz de verlo, igual que hace 20 años no podía visualizar que un día estaría conduciendo tan feliz hacia el norte acompañado de una mujer en paz con sus sueños. Suena lo que parece una china impactando contra el parachoques; quizá solo sea mi fantasma.

Pero yo no puedo saberlo porque es invisible.

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