El dolor de espalda es, como la muerte o los impuestos, algo que tarde o temprano siempre te alcanza. Si lo piensas, la espalda puede que sea la pieza más cutre de nuestro cuerpo. Como si, en los tres millones de años en los que la evolución tenía que trabajar en el paso de cuadrúpedos a bípedos, se hubiese largado de juerga. Así que, aquí estamos, siete millones de humanos del siglo XXI gimiendo y lidiando con el dolor de espalda por culpa de su chapuza.
Me pregunto qué intentaba probar exactamente la evolución con la zona lumbar (también conocida como la “bisagra de mierda de la humanidad”). ¿A quién diablos se le ocurre poner esa enorme, estúpida y dramática curva ahí mismo? Parece una de esas construcciones sofisticadas y retorcidas, tipo Museo Guggenheim. Pero mi espalda no es el Guggenheim. Y la necesito superfuerte, sin adornos y con garantía de por vida.
Pero resulta que llevo oficialmente un año con “problemas de espalda”. Y ese problema ya no es una anécdota, sino uno de los tres elementos constitutivos de tu vida.
Lo sé, a nadie le interesa mi dolor de espalda. Nadie regresa de una fiesta y dice: “He conocido a un tío que me ha contado la fascinante historia acerca de cómo se le jodió la espalda”. Y lo cierto es que lo mío tampoco fue nada espectacular. Como crecí viendo sit coms de los 70, siempre pensé que la forma lógica en que te fastidias la espalda es tratando de arrancar una cortadora de césped o pateándole el culo a alguien. De repente, te agarras la espalda y gritas: “¡ARRRRGHHHH!” o “¡NOOOOO!”. Pero lo mío no fue nada tan peliculero: estaba tratando de levantar un peso de 35 kg en el gimnasio. Y no experimenté una punzada de dolor, sino una terrible sensación de tristeza, como si mis vértebras inferiores de pronto me hubieran dicho en un tono monocorde y aburrido: “Ummm, tía, no, eso ha sido muy mala idea”.
Un año, tres citas con osteópatas, seis masajistas, una hora diaria de yoga y una variedad de bolas de goma aplicadas en varios puntos de dolor después, nada ha cambiado. O sí, porque finalmente he entendido lo que significa tener una afección crónica: es esencialmente un trabajo no remunerado a tiempo parcial. Ahora, en mi vida, algo tan simple como “inclinarse” se ha convertido en una tarea compleja que comprende varios pasos: girar a la izquierda, colocar una mano en la rodilla, flexionar lentamente la cintura… El dolor de espalda es como una de esas rotondas que alguien ha puesto en medio de la nada. Todo tiene que girar alrededor de ellas. Porque sí.
Por eso, ultimamente, el esfuerzo requerido para agacharme me ha permitido construir lo que yo llamo el Índice Moran del Dolor de Espalda, que se basa en un cálculo muy simple: cuánto dinero tirado en el suelo sería suficiente para compensar el esfuerzo de agacharme y empezar la ronda de humillantes gemidos. En mi caso, cinco pavos.
Y es que el dolor de espalda ha cambiado mi visión del mundo. Antes de mi lesión, diría que mis fantasías de “un gran momento” giraban en torno cosas habituales, como jugar con un montón de cachorrillos que se me echaran encima, escribir un musical y ganar un Tony, o emborracharme con Meghan Markle. Ya saben, lo normal. Pero ahora mi fantasía sería más o menos así: que venga un gigante de seis metros de altura, que me levante en sus manos apretando con fuerza para luego coger mis pies por un lado, mi cabeza por el otro y tirar hasta enderezar mi maldita columna. Crack. O que alguien invente de una puñetera vez unos pantalones rollo exoesqueleto que coloquen todos los huesos en su sitio y luego me lleven de compras sin que yo tenga que, literalmente, romperme la espalda.
Además, ahora que lo pienso, hay una gran oportunidad de negocio en todo esto. El público objetivo sería gente de entre 40 y 50 años. Olvidaos de esos chats on line entre mujeres aburridas y hombres de negocios solitarios que fingen interesarse el uno por el otro. Pienso montar el servicio “Hablemos de espaldas (™)” que garantice a sus clientes ser atendidos por un operador fascinado por saber cómo comenzó su dolor. Alguien que te pregunte, con interés perfectamente fingido, qué día de la semana es el peor para ti (“¡Los miércoles! ¡No sé por qué!”), y alabe tus vuelos descriptivos más “literarios”: “¿Dices que te sientes como si la mano ardiente de un niño demoníaco te estuviera estrujando la ciática? ¡Guau! ¡Nunca había escuchado una respuesta tan fascinante!”.
O sea, de verdad, voy a poner en marcha ese negocio. En cuanto mejore mi espalda, claro.
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