“La palabra domingo es muy fea, no sólo por lo que evoca sino por su sonido, y sobre todo, por lo que no evoca.” Alejandra Pizarnik no estaba loca. Saturada de palabras, quizás. O de cordura. Quedarse con sus ‘locuras’ es aumentar la tragedia y desmerecer la literatura. A Alejandra le interesaba la muerte, el amor y las pesadillas, pero nada de eso más que las palabras. El lenguaje, ese es su tema.
Fijaos en esos versos del principio y veréis que ni el domingo le interesa como tal, sólo su nombre. Basta leerla atentamente para darse cuenta. Todo en Alejandra era palabra. “Y melodía”, me dijo en mi post-adolecencia el amigo con quien tanto la compartí y yo se lo negué pero hoy asiento porque, ¿no son música los pájaros, tan presentes en sus textos?
Su voz, además, era de cuervo. Me impactó oír su voz por primera vez. Me impresionó que arrastrara las palabras, sin llegar a tartamudear, y también su voz profunda y grave. Qué escalofrío. No sonaba como yo pensaba. ¿Y cómo la pensaba? No lo sé: ese día me di cuenta de que la había imaginado siempre escribiente y por algún motivo, muda.
Que Alejandra era palabra lo demuestra también este versito: “Soy lo que soy”. El eco es bíblico, también transporta a Borges, pero en su boca todo adquiere una dimensión distinta. "Soy lo que soy", dice Alejandra en lugar de decir “yo soy así”, frase terrible que escupimos a los demás cuando no hay propósito de enmienda, ni curiosidad, ni intento de consolar a quien herimos.
¿Y qué era Alejandra? Extranjera sobre todo. Y en todas partes: en su familia, en su ciudad, con sus amantes y en su cuerpo. Vivió siempre temerosa de estar gorda, incómoda en su carne y con sus facciones, que como ella, no se ajustaban a un patrón ni a una etiqueta.
Sus papás eran de origen europeo, de polacos escapados de los nazis. El padre vendía joyas de puerta en puerta. Con la madre se llevaba mal, más bien fatal. Alejandra tuvo una hermana, Myriam, rubia, delgada, ideal. Ha hablado bastante de Alejandra, siempre mostrando por ella un amor del mismo tamaño que la incomprensión que a veces ha exhibido: enorme. “No sé por qué todos la admiraron y la admiran”, se preguntó la hermana una vez ante las cámaras.
“Alejandra no quería coser ni bordar, yo tampoco, y entonces decíamos ‘me aburro’ y mamá nos daba 10 centavos para que nos compráramos un libro”. Y así, en aquella ciudad de Avellaneda, se acercaban las hermanas Pizarnik hasta la librería Salazar, donde Alejandra se toparía con Alicia, la del País de las Maravillas. De ese libro sacó su frase favorita: “Sólo vine a ver el jardín”. ¿Qué otra iba a escoger la chica que tenía por primer nombre Flora y sentía por pájaros y bosques una fascinación casi enfermiza?
Todo eso fue antes de estudiar periodismo y de mudarse a París, donde vivió sin un franco. No le gustaba trabajar, sólo quería escribir. No era vaga, es que rechazaba todo lo que tuviera un uso muy concreto. Y nada hay más utilitarista que el trabajo. Bueno sí, quizá un día de fiesta: “Comienza la agonía dominical. Qué hacer. Qué deshacer”, escribió ella.
Regresar a Argentina fue un poco morir. Por eso volvió a París, pero la decepción fue terrible cuando vio que aquellos a quienes había conocido allí sucumbían a la obligación de hacerse adultos. Ella no. Y tomó rumbo a Argentina. Al verla, su hermana se avergonzaba de sus ropas de linyera o de que llevara remeras tan cortas, que le dejaban al aire el ombligo. “Pero con su simpatía lo tapaba todo”, contó Myriam queriendo cubrirla.
Para entonces, Alejandra ya era “la Pizarnik” y tomaba anfetaminas. Cincuenta pastillas la mandaron en 1972 de la calle Montevideo de Buenos Aires a la posteridad aunque su destino siempre fue otro: “No quiero ir más allá que hasta el fondo”, se leía en la nota que dejó en el escritorio. Tenía 36 años y era lunes.
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