Mientras sigue en Abu Dabi, la incógnita sobre su destino en 2021 no parece despejada (a pesar de su felicitación navideña), pero Don Juan Carlos sabe muy bien lo que es vivir lejos de su patria y renunciar a sus grandes amores y futuras reinas. La suya no fue una infancia feliz. Nació (en 1938) y creció en Roma, donde se hallaba exiliada la Familia Real tras la proclamación de la II República en 1931. Allí él y sus hermanos estaban al cuidado de dos institutrices suizas.
Cuando tenía cuatro años, se trasladó con su familia a Lausana (Suiza), donde residía la reina Victoria Eugenia. A los ocho años sus padres se trasladaron a Estoril y a él le matricularon en un duro internado religioso en Friburgo. Su vida ya no volvió a ser la de un niño. Se sintió abandonado y relegado. Su comportamiento y sus estudios no eran buenos. Como castigo, su padre prohibió a su madre que le llamara por teléfono durante los primeros catorce días. Pero sus sufrimientos no habían hecho más que empezar.
Semanas después, sus compañeros le propinaron una paliza que le dejó sordo de un oído durante largos años y le obligó a someterse a una complicada cirugía. “Yo tuve que superar todo aquello solo”, contaba en una biografía escrita por el hispanista Paul Preston. “Fue el final de mi niñez”. Su único apoyo en ese tiempo fue su abuela, la reina Victoria Eugenia, que iba a lavarle todas las semanas y le invitaba a comer sábados y domingos.
Nunca fue un buen estudiante, pero había una razón para ello: era disléxico y tenía dificultades de aprendizaje, algo que sólo se descubrió su familia años más tarde.
En 1946, cuando tenía ocho años, don Juan, su padre, aceptó que se reuniera con el resto de la familia, en Villa Giralda, en Estoril, pero fue por poco tiempo. La soledad nunca se apartó de él. Juanito, como le conocían los íntimos, pasó algún tiempo yendo y viniendo entre Madrid y Estoril, dependiendo de si las relaciones entre su padre y Franco iban bien. Él se sentía como una pelota de ping pong, según confesaba en una entrevista en 2014.
En octubre de 1948, llegó a Madrid para estudiar Bachillerato. Se instaló en Las Jarillas, una finca cercana a Tres Cantos, donde se educó junto a un selecto grupo de niños de la aristocracia, entre ellos Fernando Falcó, hermano del marqués de Griñón, o Jaime Carvajal Urquijo, que se convirtieron en grandes amigos.
Quienes le conocían en aquella época se sorprendían de lo poco cuidado que era su aspecto: llevaba un abrigo de su padre, los calcetines caídos, el pelo mal cortado, hablaba castellano con acento francés y tenía los hombros encorvados. Los fines de semana, sus compañeros se iban a casa con sus familias y él se quedaba jugando en su habitación.
La residencia definitiva para seguir los estudios, en régimen de internado, se fijó en 1950 en el palacio de Miramar, en San Sebastián, que era propiedad de la familia real, y allí estuvo cuatro años. Allí también estuvo acompañado de un grupo de muchachos de familias monárquicas. En junio de 1954 se sometió al examen de reválida en el instituto San Isidro de Madrid, en el que obtuvo la máxima calificación.
Pero uno de los episodios más amargos de la vida del Rey Emérito estaba por llegar. Cuando contaba 18 años, en 1956, perdió a su hermano Alfonso, mientras jugaban con un arma en la residencia familiar de Estoril. La pistola, cargada, se disparó y mató a Alfonso. Su padre le envía de vuelta a la Academia Militar de Zaragoza. Alfonso era su hijo favorito. El Rey emérito, de apariencia extrovertida, guarda en su interior, sin embargo, un dolor que fluye por debajo.
De todos los años de infancia y adolescencia emergen algunos retazos felices. Los juegos entre hermanos en la playa de Tamariz, en Estoril, playa de Tamariz. Navega, pesca, monta a caballo y gasta bromas a la infanta Margarita, con la que tiene una estrecha relación. También en Estoril era donde, en las vacaciones, conducía un querido coche de juguete que, años después, recuperaron unos amigos para él con gran emoción.
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