Nunca un huracán había sacudido la ciudad de San Sebastián. Hasta el 26 de noviembre de 1950, cuando El Diario Vasco tituló: "Rita Hayworth llegó con su marido a nuestra ciudad". El revuelo que causó la diva máxima de Hollywood, recién convertida en princesa de cuento tras su boda con el príncipe persa Alí Khan, llegando al Festival Internacional de Cine (que hoy inaugura su 68º edición y que entonces visitaban grandes estrellas como Hitchcock, Fellini o Audrey Hepburn) era una galerna que dejaría su huella, para siempre, en la identidad de Donostia. Poco antes, la pelirroja había estrenado Gilda, el personaje que le convirtió en el mito erótico para toda una generación. La película, dirigida por Charles Vidor en 1946, fue considerada como "gravemente peligrosa" por la Conferencia Episcopal española de la época (una involuntaria campaña de marketing que la convirtió en la cinta que todo el mundo deseaba ver). En la ciudad poco se podía hacer para refrenar el asunto. El erotismo contenido de aquel destape de guante ("Put the blame on me") le había marcado ya, para siempre. En forma, cómo no, de bocado.
No se recuerda el día pero sí el momento exacto en el que Gilda pasó del cine al plato. "Todo empezó con un palillo, una antxoa, una aceituna y una piparra" (guindilla en euskera), recuerdan en la Cofradía de la Gilda y el Pintxo. Y sucedió en un bar, Casa Vallés, ubicado en la calle Reyes Católicos. Su fundador Blas Vallés solía sacar guindillas, aceitunas o anchoas a sus clientes. Un día, a uno de ellos, llamado Joaquín Aramburu y al que conocían en el barrio como Txepetxa, se le ocurrió la genialidad de atravesar los tres con un palillo. La combinación de sabores era salada y un poco picante… exactamente como la pelirroja del cine de la que hablaba todo el mundo aquellos días. Desde entonces no hay discusión: la gilda es el pintxo por excelencia de Donostia.
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No se sabe si la Hayworth probó la banderilla. La crónica social de la época sí publicó que estuvo en el ya desaparecido restaurante Salduba, que le debió de gustar mucho porque repitió al regresar a la ciudad, dos años después. Degustó, se cuenta, garbanzos con espinacas.
Un asunto serio: hasta el palillo importa
Gilda era peligrosa y atrevida, un poco ácida y un poco amarga, como lo es el pintxo. La gilda, el bocado, fue posiblemente uno de los primeros atisbos de modernidad años antes de que los grandes cocineros donostiarras inventaran y vendieran al mundo la nueva y creativa cocina vasca. En realidad, es un apertitivo de lo más sencillo. Ahí, de hecho, radica su éxito. Eso sí, cuanto mejores sean los ingredientes mucho mejor será. "Así que no escatimes en buena materia prima”, dicen en la cofradía. En efecto, el truco de una buena gilda es que la piparra o guindilla no sea muy grande y que su punto de vinagre sea sutil, delicado y no protagonista (de hecho, se suele lavar y centrifugar un par de veces), que la anchoa sea fina y sin barbas, y que la aceituna sea tipo manzanilla sin hueso. Lo recomendable es que vaya unida por un palillo plano y no redondo, para que los ingredientes no bailen ni se separen. Se debe tomar de un único bocado para disfrutar de todos los sabores al mismo tiempo.
“Es muy difícil mejorar la gilda original”, explicaba el cocinero guipuzcoano David de Jorge en el diario donostiarra en una entrevista en 2016. "Muy poca gente hace una buena gilda, porque hay que ser muy sibarita con los ingredientes que se emplean, desde la anchoa hasta la aceituna manzanilla o la piparra, y son productos caros", aseguraba. Del bar original, la gilda dio el salto a infinidad de otros e incluso cuenta con versiones muy sofisticadas, como la del laureado donostiarra Martín Berasategui, el cocinero con más estrellas Michelín de España, que elabora la suya con los tres ingredientes esferificados, lo que da un sabor concentrado y muy delicado.
“Si hay un pintxo que es icono de la gastronomía donostiarra, que ha traspasado fronteras como ejemplo e imagen de la cocina en miniatura, esa es la Gilda”, reza la web del bar Vallés. Y no le falta razón: casi 70 años después de su creación, este bocado ha engatusado a varias generaciones y se ha colocado en el centro de la prestigiosa cocina en miniatura vasca. Todo, gracias, a un destape para la historia y una gran conversación en la barra de un bar.
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