Ni Wallis ni Meghan: la tragedia de Zsuzsi Starkloff, la ‘Cenicienta’ divorciada que enamoró a un príncipe británico y enfadó a Isabel II

El príncipe Harry y su primo lejano, Guillermo de Gloucester, tienen bastantes puntos en común. Ambos nacieron con el mismo puesto en la línea de sucesión al trono de Inglaterra: el cuarto. Ambos fueron durante un tiempo la oveja rebelde de la familia, ambos sirvieron a su país antes de adoptar los deberes de un miembro de la realeza, y ambos eran innegablemente atractivos y propensos al romance inadecuado (para el canon de la realeza británica). En el caso de William de Gloucester, la amada se llamaba Zsuzsi Starkloff: exmodelo, ex azafata de vuelo, piloto de aviones e instructora de vuelo. También refugiada húngara del comunismo, residente y nacionalizada en Estados Unidos, divorciada, y a la que Isabel II dijo "no". Eso último, según la versión de Starkloff, en una entrevista que concedió al periodista Christopher Wilson en 2012.

Claro que, cuando Guillermo nació, en diciembre de 1941, la monarquía británica estaba en una época convulsa. Dejando de lado la amenaza nazi –aunque Guillermo llegó al mundo en un momento de alegría para los ingleses: el ataque a Pearl Harbor 10 días antes había hecho que, al fin, los Estados Unidos entrasen de lleno en la contienda. Inglaterra ya no estaba sola–, cinco años antes el romance entre el rey Eduardo VIII y la doble divorciada estadounidense Wallis Simpson había llevado a la abdicación de éste. Dejando la corona en manos de Jorge VI, padre de la hoy monarca Isabel II. Guillermo era nieto de Jorge V y primo carnal de la actual reina.

Bautizado en secreto para no convertir una ceremonia donde se concentró media realeza en un objetivo de las bombas de Hitler, también era el heredero al prestigioso título de duque de Gloucester (que hoy ostenta su hermano Richard, de 75 años, y 27º en la línea de sucesión). Y una de las mejores armas de la familia real británica en los sesenta: guapo, carismático, con experiencia internacional –fue diplomático en África y Asia para el Ministerio de Asuntos Exteriores británico–. Y con una reputación de deportista y vividor de riesgo: lo mísmo participaba en expediciones en globo; que recorría el Sáhara de punta a punta; que escalaba las cumbres de los Alpes suizos para luego descenderlas esquiando. Y, en los deportes más tradicionales para la realeza, era capaz de destacar en el sagrado polo sobre dos generaciones: ni el duque de Edimburgo ni su hijo, Carlos de Inglaterra, siete años menor que Guillermo, podían compararse con el futuro duque de Gloucester.

La afición por los deportes era una forma de huir del escrutinio al que estaban sometidos los miembros de la realeza, una libertad que buscaba desde que se convirtió en el primer royal en acudir a Cambridge a vivir la vida de un estudiante normal. También fue el último royal relevante en presentar la porfiria. El mal hereditario de su predecesor, Jorge III (el rey que perdería la razón y las trece colonias que fundaría los Estados Unidos), y que rondaba el trono desde los tiempos de María Estuardo, reina de Escocia (bueno, de su hijo, Jacobo I de Inglaterra. María Estuardo acabó decapitada en vez de coronada).

También era un apasionado de la aviación, algo que sería fatídico en su biografía: murió a los 30 años, en 1972, en un accidente aéreo. Sin embargo, a su entierro no acudió Zsuzsi Starkloff, siempre repudiada por la corte de Isabel II.

El romance había empezado de forma brillante: los dos se conocieron en Tokio, donde Guillermo ejercía como diplomático del Foreign Office… Y donde Zsuzsi se había mudado tras su divorcio a aprender japonés, dar clases de inglés, y rehacer su vida. En una fiesta de 1968 saltaron las chispas y él la bautizó como "Cenicienta". Al día siguiente, ella le envió una carta personal a la Embajada: "Querido Príncipe Encantador: he perdido un zapato. ¿Te gustaría venir a una fiesta?".

El resto es fácil de imaginar: ella, con 31 años y llena de mundo y carisma; él, con 26, en un país donde nadie fuera de los muros de la Embajada le conocía. El problema en su futuro aún no había hecho acto de presencia: en los dormitorios de Tokio, no había línea de sucesión que valiese. Hasta que Guillermo escribió a sus padres como el loco enamorado que era y deslizó la idea de casarse con Starkloff que, como buena estadounidense, no tenía ni idea de sucesiones, royals, ni protocolos. Para ella, William de Gloucester era un chaval cañón antes que el heredero de un legado milenario.

El asunto de repente se convirtió en asunto de Estado. E Isabel II mandó la artillería pesada, como suele hacer la Corona: inventándose la celebración de una "Semana Británica" en Japón a mediados de septiembre de 1969. Una excusa para que la princesa Margarita, hermana de la reina, y la que más había sufrido en sus carnes lo de anteponer la Familia Real al amor, visitase el país de forma oficial con su marido, Lord Snowdon. Y con la misión extraoficial de dinamitar la idea de una boda.

Margarita fue todo lo que se espera de ella: "no me sorprende que estés enamorado de ella", le dijo a su primo. Pero tras el bálsamo venía también la triple advertencia: "cálmate", "espera un poco", "vuelve a casa". El romance, de dos años, se vio interrumpido con la vuelta a Inglaterra, donde a Guillermo se le instó a que se quitase de la cabeza a aquella mujer judía, sin sangre noble, que encarnaba a ojos de Isabel II demasiados de los males de Wallis Simpson.

La presión funcionó y, al final, Guillermo parecía haber tirado la toalla: el mismo año de su muerte, concedió una entrevista en la que hablaba de que el matrimonio, cuando llegase a su vida, sería con alguien que contase "con el visto bueno de los otros miembros de la Familia Real". A su entierro, finalmente, acudiría su novia de entonces, Nicole Sieff, también divorciada (y con dos hijos previos), con la que Guillermo intentaba olvidar a Starkloff. Pero que, al menos, era inglesa. Y con la que tampoco habría habido boda alguna.

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