Pocos días antes de que la pandemia frenara el mundo en seco, Joe Biden daba un mitin multitudinario en Los Ángeles. Junto a él, su mujer, Jill, sonreía, asentía y aplaudía enérgicamente las pausas dramáticas de su discurso. Todo iba de acuerdo al guión hasta que dos mujeres saltaron al escenario para protestar contra la explotación animal. Antes de que el Servicio Secreto reaccionara, ella alzó los brazos y, a modo de escudo humano, se enfrentó a las activistas para proteger a su marido. La foto, en la que apretaba los dientes e impedía que las manifestantes alcanzaran al candidato, dio la vuelta al mundo. Entonces, la campaña de las primarias demócratas aún estaba abierta. Biden se disputaba la nominación con Elizabeth Warren y Bernie Sanders. Warren tiró la toalla al día siguiente; Sanders tardó un mes más en hacerlo.
Puede que intente conservar su trabajo como profesora, rompiendo moldes con sus predecesoras.
Como tantas otras cosas, el coronavirus se había llevado por delante las primarias demócratas. Aunque su nominación para las elecciones presidenciales no será oficial hasta la convención nacional de su partido en agosto, nadie duda de que Joe Biden se enfrentará en noviembre a un Donald Trump acosado por la pandemia, la crisis económica y las protestas raciales. Por eso, ahora todas las miradas están puestas no solo en el candidato demócrata, sino también en la mujer que lleva más cuatro décadas a su lado. La profesora universitaria que ya fue segunda dama durante la era Obama y que podría convertirse en la nueva primera dama de Estados Unidos.
Los Biden se conocieron en 1974, en una cita a ciegas organizada por el hermano del político. Ella, nueve años más joven, cursaba su último año de universidad y se acababa de divorciar de Bill Stevenson, un jugador de fútbol americano. Él había enviudado tres años antes cuando su mujer, Neilia, y su hija Naomi, de apenas un año, fallecieron en un accidente de tráfico. Sus otros dos hijos, Beau y Hunter, sobrevivieron al impacto. “Jill me devolvió la vida. Me hizo volver a pensar que mi familia podría estar completa de nuevo”, contó el exvicepresidente en sus memorias. Sin embargo, tuvo que pedirle matrimonio hasta en cinco ocasiones antes de que ella aceptara. “Sabía que Hunter y Beau habían perdido una madre, por eso quería estar absolutamente convencida de que nuestro matrimonio iba a funcionar. Quería asegurarme de que no iban a perder otra”, ha explicado ella. Se casaron en 1977 y los niños les acompañaron durante su luna de miel. En 1981, nació Ashley, su única hija en común.
Mientras Biden, que ya era senador en Washington, escalaba en el partido demócrata, Jill completó dos másters y un doctorado en Educación al tiempo que era profesora de instituto. No dejó de trabajar cuando en 2009 su marido se convirtió en vicepresidente. De hecho, en el Northern Virginia Community College, donde imparte clases de Literatura, muchos de sus alumnos no saben quién es. Allí comparte despacho y prefiere que se dirijan a ella como “doctora B.” en lugar de “señora Biden”. Cuando alguien le pregunta por su relación con el político, ella esquiva la curiosidad diciendo que son “parientes”.
2016 tenía que haber sido el año de Biden. El plan era aprovechar su popularidad como escudero de Obama para ser el candidato demócrata a la Casa Blanca. Pero la tragedia había golpeado de nuevo a la pareja muy poco antes: su hijo, Beau, murió a los 46 años víctima de un cáncer, en 2015. “Mi vida cambió en un instante. Durante su enfermedad, siempre creí que iba a vivir, hasta el momento en el que cerró los ojos. Nunca perdí la esperanza”, contó ella en sus memorias, Where the light enters, publicadas el año pasado. Los Biden se dieron un respiro. Escribieron sus respectivas biografías, recorrieron EE.UU. dando conferencias e ingresaron más de 15 millones de dólares en sus dos primeros años lejos de la Casa Blanca. Pero el político quería volver a intentarlo y su mujer le apoyó “con entusiasmo” cuando decidió competir en las presidenciales de 2020 contra Donald Trump.
“Jill va a ser una figura clave durante la campaña. Tiene muchísima experiencia. Conoce bien cómo funciona Washington. Ha estado casada con un senador y ha sido segunda dama durante ochos años”, explica Kate Andersen, periodista y autora de First women: The grace and power of America’s modern first ladies.
Su perfil podría ser decisivo a la hora de atraer el voto femenino indeciso. Lo cree Katherine Jellison, profesora de la Universidad de Ohio y especialista en primeras damas. “Es una madre trabajadora y la mayoría de las norteamericanas pueden identificarse con ella. No es profesora en Harvard, sino en un community college [centros universitarios públicos y más asequibles], lo hace que sea aún más cercana. Y fue una segunda dama muy activa, está acostumbrada a la visibilidad. Si llega a la Casa Blanca, será muy proactiva”.
Está claro su referente. “Michelle Obama, buena amiga suya, será su ejemplo a seguir, pero también Laura Bush, que nunca protagonizó un escándalo. No creo que siga el modelo de Hillary Clinton, que se implicó en la acción legislativa. Jill Biden no se considera una política. Su perfil es el de una primera dama con sus propios intereses que sirve de apoyo a su marido”, explica Jellison. La influencia que las primeras damas ejercen siempre es un asunto controvertido. “La suya sería lo que se suele llamar “conversación de almohada”. Me cuesta imaginarla con su propia oficina en el Ala Oeste”, vaticina Andersen.
Sin embargo, puede que rompa un molde con el que no se ha atrevido nadie hasta ahora. “Podría tratar de conservar su trabajo como profesora, algo que sería revolucionario. Ninguna primera dama moderna ha continuado con su carrera mientras estaba en la Casa Blanca”, aventura Andersen. Es notoria su vocación como educadora. Cuando en 1988 Joe Biden aspiró a la Presidencia por primera vez (volvió a hacerlo en 2008), su mujer ya adelantó que le gustaría conservar su trabajo. “Si lo hace, habrá división de opiniones. Unos alabarán su voluntad de romper ese molde; otros cuestionarán su disposición a ejercer el puesto. Lo hizo ya mientras era segunda dama y ha demostrado que es una persona muy disciplinada. Se casó con Biden y le ayudó a educar a dos niños traumatizados por la muerte de su madre, tuvieron otra hija, siguió formándose y nunca ha dejado de trabajar”, analiza Jellison. A sus 68 años, es, además, una gran deportista que practica ciclismo y ha corrido varias maratones.
Va a ser una figura clave durante la campaña. Tiene mucha experiencia y conoce cómo funciona Washington”, dice la analista Kate Andersen.
De convertirse en FLOTUS (siglas de First Lady), la educación será una de las estrellas de su agenda. Pero no la única. En 1993, fundó la Breast Health Initiative, que promueve programas educativos para prevenir el cáncer de mama. Como segunda dama, también se volcó en el apoyo a las familias de los militares, después de que su hijo Hunter combatiera en Irak. “Será una primera dama mucho más activa que Melania Trump y más parecida a Michelle Obama en cuanto al número de eventos a los que asistirá y causas que abordará”, predice Andersen. También menos polémica. “Tras una primera dama controvertida, suele venir una que no lo es tanto. Es una especie de reacción”, aporta Jellison.
“Una buena primera dama no provoca polémicas gratuitas, está por encima de las guerras partidistas y es percibida como alguien que se preocupa antes por el país que por su propia agenda. Y por lo que sabemos, Jill Biden está socialmente comprometida y se ha dedicado siempre al servicio público y la educación”. Las encuestas vaticinan una pequeña ventaja de Biden sobre Trump para los comicios de noviembre, pero nada está garantizado. Todo dependerá de la evolución de la pandemia y las protestas en las calles. También el futuro de Jill Biden.
Joe Biden… you too?
En 2019, antes de anunciar su intención de aspirar a la Casa Blanca, seis mujeres acusaron a Joe Biden de comportamiento sexual inapropiado. Describían cómo el exvicepresidente les había abrazado, besado en la cabeza o rozado su nariz contra la suya. Tara Reade, que trabajó para él en los años 90, contó que el entonces senador le hacía sentir incómoda a menudo. Este marzo, Reade describió un episodio en el que la empujó contra la pared y metió su mano debajo de su ropa interior. Ella ha explicado que compartió lo sucedido en 1992, con varios amigos y compañeros y que formalizó una queja por escrito. El New York Times concluyó que “no hay un patrón de conducta sexual inapropiada” de Biden. Su esposa lo tomó como una advertencia: “Ahora tendrá que juzgar mejor las situaciones cuando alguien se le acerca”.
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